Todo mal

ABC 21/03/15
LUIS VENTOSO

· Convertir en un desdoro un éxito como encontrar a Cervantes es asombroso

RICARDO III fue el último rey inglés que cayó en el campo de batalla. «Un caballo, ¡mi reino por un caballo!», le hizo decir Shakespeare en su último aliento. Ya ha llovido: ocurrió hace 530 años. Pero el próximo jueves lo enterrarán por segunda vez, con enorme despliegue y cuidada pompa. Será un oficio sonado en la catedral de Leicester, emitido en director por el Channel 4 de televisión para todo el Reino Unido como si fuese un partido de Wimblendon.

Ricardo no vivió mucho ni hizo grandes cosas. Tenía solo 32 años cuando los leales a los Tudor lo pasaportaron al más allá con un viaje de alabarda directo al cráneo. Quedaban así finiquitadas de un solo golpe la dinastía de los Plantagenet y la Guerra de las Rosas. De no ser por Shakespeare, atento propagandista de la casa Tudor, nadie se acordaría hoy de Ricardo, del mismo modo que nadie recuerda al vencedor de aquella contienda, Enrique VII. Pero Will decidió convertir al rey jorobado en el colmo de la villanía y le dedicó su drama Ricardo III. Al público le encantaba ver aparecer sobre las tablas del Globe a aquella especie de Hannibal Lecter del siglo XV: asesino en serie, incluidos dos niños pretendientes al trono, malo como un dolor de muelas, un energúmeno que compartía sus atrocidades con el público a través de unos monólogos donde se jactaba de su villanía sanguinaria. Pronto se convirtió en favorito de la vocinglera afición que atestaba aquellos teatros de madera.

A Ricardo (o lo que quedaba de él), lo encontraron en 2012 horadando un párking en Leiscester, una ciudad de 300.000 vecinos, sin mayores atractivos, que ahora se ha situado en el mapa. La noticia dio la vuelta al mundo, recogida por la prensa y las televisiones de todo el planeta. Cada pequeño hallazgo era objeto de un nuevo alarde de autopromoción de los ingleses: la revista médica «Lancet» descubre cómo lo mataron, un escáner revela que no era ni tan feo ni tan cheposo, los inefables documentales de la BBC, sus restos recorrerán todo el país, habrá entierro en la catedral… ¿Qué han hecho los ingleses? Pues convertir los huesos combados de Ricardo, un rey lejano y menor, en un pretexto para que se hable de su nación y de su historia. Un pequeño argumento más para envolver a su país con una aureola de leyenda, que lo hace atractivo; como han hecho con el Big Ben (un pastiche neogótico del siglo XIX), Sherlock Holmes, que no existió pero tiene hasta casa-museo; el té, que se bebía antes en Portugal que en Inglaterra; o la falda escocesa, una tradición milenaria… que el inteligente Hobsbawm asegura en su esclarecedor libro «La invención de la tradición» que fue creada en el siglo XVIII, y por un inglés, para más señas.

Ay, si otros tuviesen a Cervantes y hubiesen desempolvado sus huesos… Convertir en desdoro una empresa histórica-cultural tan atractiva como haber hallado los restos del segundo mayor escritor de la historia –español, para más señas– es simplemente asombroso. No sé qué hacía Howard Carter desenterrando a Tutankamon. Como diría nuestro insigne filólogo, «tonterías», un poco de arena, y «abur Ben Hur»… Si te he visto no me acuerdo, que aquí somos los más listos de Occidente y no estamos para chorradillas.