Un clásico

El nacionalismo lingüístico muestra un éxito envidiable: ha hecho que ciudadanos de un país donde el analfabetismo ha sido moneda corriente durante siglos estén dispuestos en el plazo de unos pocos años a dominar varios idiomas minoritarios que nunca se han hablado en sus familias y con los que podrán recorrer poco mundo.

Frecuentemente oímos expresar preocupación por el demencial acopio de falsos saberes y supersticiones revestidas de autoridad seudocientífica que prosperan sin cesar en nuestra sociedad, pese a que la información nunca ha sido tan abundante y fácil de encontrar. En Las pseudociencias, ¡vaya timo! (editorial Laetoli) de Mario Bunge se da un repaso a muchas de ellas, pero da la impresión de que cada día aparecen otras nuevas. Es una paradoja que nunca deja de darse en la modernidad, desde el Renacimiento: cuanto más avanza la ciencia más prolifera la seudociencia, como un remedo falsario o como el mono del Zaratustra nietzscheano parodiaba las elucubraciones del maestro.

La astrología, la homeopatía o el tarot multiplican patéticamente sus adeptos, pero al menos gozan de mala reputación en los círculos ilustrados. En cambio, ciertas supersticiones ideológicas se han ido volviendo inatacables en el campo de la política, hasta el punto de que incluso quienes menos las comparten se ven obligados a asumirlas a medias, so pena de ser declarados indeseables en nuestro peculiar sistema democrático. Una de las más acendradas es la que atañe a las lenguas: reivindicar la vigencia común del castellano, negar que su hegemonía se deba a una imposición arbitraria sino a múltiples razones de utilidad social y económica, cuestionar la obligatoriedad del bilingüismo o de la inmersión lingüística en algunas comunidades, etcétera ha llegado a ser casi un delito político o moral. Y sin embargo hay tantos argumentos racionales a favor de esta postura como para rechazar la quiromancia.

A defenderla y documentarla con elocuente erudición dedicó su vida («breve y valerosa», como dijo Borges de la de Stevenson) el filólogo Juan Ramón Lodares, discípulo dilecto de Gregorio Salvador. En el año 2000 publicó El paraíso políglota y dos años después Lengua y patria (ambas en editorial Taurus). En 2005 pereció por culpa de un camión desbocado en la carretera de El Escorial, camino del Guadarrama. Apenas tenía 46 años. Su temprana muerte no solo nos privó de los frutos venideros de su talento estudioso y cáustico, sino que dejó huérfanas sus obras publicadas que no deberían languidecer sino revivir.

Efectivamente, pocas hay de mayor actualidad para sacudirnos la modorra conformista en torno al tema lingüístico que se ha generado lamentablemente en España. Lodares explica muy bien los motivos históricos por los que el castellano o español llegó a ser la lengua hegemónica de nuestro país, que poco tienen que ver con imposiciones dictatoriales. Y analiza el peso de un nacionalcatolicismo anterior al franquismo en el acuñamiento de una Babel de pueblos unánimes y separados, centrados en la lengua, por encima y contra la sociedad estatal pluralista. El déficit educativo español (todavía en 1985 el número de analfabetos o carentes de cualquier tipo de instrucción llegaba al 25% de la población mayor de 10 años) es otro ingrediente fundamental de este cóctel de malentendidos. El principal de los cuales es considerar la lengua común una reivindicación de la derecha ultramontana, cuando durante finales del siglo XIX y primera mitad del XX lo fue de la izquierda más combativa cuya primera y consecuente preocupación era unir las fuerzas progresistas, no disgregarlas en etnias enfrentadas.

La disección que hace Lodares de las diversas peripecias regionales de la cuestión pueden servir para despejar mitos espúreos, al menos entre quienes no tengan interés político en fomentarlos. Y expresa un asombro que bastantes compartimos: «Sigo sin explicarme qué encanto y buena prensa tiene entre las masas la propaganda de un nacionalismo lingüístico que, aun brotando de dudosas fuentes, muestra un éxito cierto y envidiable: ha hecho que ciudadanos de un país donde el analfabetismo y la falta de instrucción en la lengua común han sido moneda corriente durante siglos (sin que tal circunstancia nos importase gran cosa) estén dispuestos en el plazo de unos pocos años a dominar varios idiomas minoritarios que nunca se han hablado en sus familias y con los que podrán recorrer unos pocos kilómetros de mundo».

Fernando Savater, EL PAÍS, 17/5/2011