Un Rey en el que muy pocos creyeron

EL MUNDO 03/06/14
VICTORIA PREGO

· Don Juan Carlos padeció y superó desprecios e innumerables obstáculos hasta conseguir hacer del país una democracia plena

Treinta y un años tiene Juan Carlos de Borbón cuando es designado por Franco como su sucesor a título de Rey. Treinta y un años, una mujer y tres hijos. Por entonces, constituyen una familia nulamente aceptada entre los dirigentes del régimen, hasta el punto de que muchos de ellos manifiestan abiertamente una clara hostilidad hacia la pareja en las contadas ocasiones en que los Príncipes acuden a algún acto oficial o realizan alguna visita, puesto que no tienen asignado lugar alguno en el protocolo. Y así seguirían durante casi seis años.

En el seno del régimen causa profundo desagrado la idea que ha tenido Franco de hacerse suceder por un Rey y que, encima, ese Rey sea precisamente Juan Carlos de Borbón, el hijo de don Juan de Borbón y el nieto de Alfonso XIII. Por eso, cuando llega el momento de que el ya Príncipe de España jure su cargo como sucesor de Franco ante las Cortes, una buena parte de los ministros y de los procuradores más influyentes intentan que Franco no esté presente en la votación y que, además, ésta sea secreta. Franco no acepta tales sugerencias y se queda presidiendo la sesión de las Cortes todo el tiempo que dura la votación que, además, se hace nominal. Hay sólo 19 votos negativos, dos abstenciones y 491 votos afirmativos. Franco mandaba mucho.

El Príncipe jura efectivamente cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del régimen y los Principios del Movimiento. Pero para entonces su profesor de Derecho Político y consejero, Torcuato Fernández-Miranda, ya le ha explicado detenidamente que esas Leyes Fundamentales no son inmutables y se pueden cambiar. «La ley os obliga pero no os ata», le diría en múltiples ocasiones.

Y esa interpretación de hasta dónde debe llegar el cumplimiento de las leyes será años después el punto de apoyo sobre el que el Rey hace la palanca para lograr la transición de la dictadura a la democracia por el sistema también acuñado por Torcuato en su célebre frase: «De la ley a la ley, pasando por la ley».

Cuando Franco muere después de una larga y cruel agonía, el Rey está dramáticamente solo, únicamente acompañado por un pequeño puñado de fieles. Durante el delicadísimo periodo de la enfermedad del general no ha sido consultado nunca por ninguno de quienes están en las esferas del poder. Es evidente que el régimen no desea adjudicarle un papel mínimamente relevante en la futura escena política española, ni tiene intención tampoco de integrarle plenamente en la función a la que está destinado.

Pero el hecho irrefutable es que Franco ha muerto y que él es el jefe de Estado. A partir de ese momento su soledad y sus dificultades aumentan enormemente, pero su determinación es más grande que los obstáculos que se alzan en su camino. Está decidido a conseguir la reconciliación de los españoles, separados unos de otros todavía por la herida abierta de la Guerra Civil y por los años posteriores del gobierno de los vencedores. Él está determinado a ser el Rey de todos los españoles y así lo he hecho saber en su primer discurso como Rey ante las Cortes franquistas.

Como primera medida necesita situar a un hombre suyo, uno de los pocos que tiene, en un lugar decisivo para adoptar las decisiones y los nombramientos que habrá que acometer en un futuro próximo, es decir, cuando le sea posible, porque en esos momentos no puede hacer apenas nada.

Por lo tanto, su primer movimiento, que le cuesta mucho trabajo culminar porque los prebostes del régimen se resisten, es colocar a Torcuato Fernández-Miranda en la Presidencia del Consejo del Reino, desde donde se decidirá entre otras importantísimas cosas el nombre del presidente del Gobierno. Lo consigue, pero eso es todo lo que puede hacer. No está en condiciones políticas el nuevo Rey, por ejemplo, de remover al actual presidente Carlos Arias, que ha sido nombrado por Franco por un periodo de cinco años de los cuales apenas lleva cumplidos dos.

De modo que el Rey se apresta a establecer contactos indirectos, a través de intermediarios, con los grupos de oposición democrática, que por aquel entonces apuestan por la «ruptura», es decir, por la demolición total del edificio jurídico-político del régimen para construir de cero un nuevo entramado que lleva a España la democracia plena.

Esos contactos se celebran incluso estando Franco vivo, pero se multiplican y aceleran con el primer Gobierno de la Monarquía. La audacia y la determinación del Rey le llevan a ponerse en contacto por vía interpuesta nada menos que con el secretario general del Partido Comunista de España, la bestia negra del franquismo que se considera el vencedor de la hidra comunista. Pero el Rey necesita que Santiago Carrillo sepa que él tiene intención de reconocer a todos los partidos políticos, celebrar elecciones libres y llevar a España a la democracia. Si esos contactos promovidos por el Rey en persona se llegan a hacer públicos en aquellos momentos inciertos, puede que la Corona hubiera saltado por los aires. Pero no pasó nada. El Rey hará un segundo contacto con Carrillo por vía intermedia para ratificarle al líder comunista cuáles son sus intenciones y pedirle que él, a su vez, contribuya a los esfuerzos del Rey no agitando demasiado las calles de España, porque en ese caso la tarea de Don Juan Carlos, con los franquistas todavía en los puestos de mando, se convertiría en casi imposible.

El Rey pasó los primeros meses de su reinado conviviendo con un presidente Arias que no lo soportaba. «Me pasa como con los niños, que no lo aguanto», decía Carlos Arias del Rey. Finalmente, el 1 de julio Don Juan Carlos se decide a pedir a Arias que dimita. Y Arias acepta, dicho sea esto en su honor. Para entonces Torcuato Fernández-Miranda tiene todo preparado para intentar sacar en la terna de posibles presidentes a Adolfo Suárez, en quien nadie, salvo el Rey, se había fijado.

Nombrado Suárez presidente y nombrado su Gobierno, el Rey dispone ya de los mecanismos de poder que había heredado de Franco, al modo de un Rey absoluto, pero que no había podido utilizar.
Con el nombramiento de Suárez empieza realmente la transición a la democracia. El Rey preside el primer Consejo de Ministros de su nuevo Gobierno y les dice algo que todos tendrían muy en cuenta en los meses siguientes: «Obrad sin miedo, obrad sin miedo». Y allí empezaron las medidas de reformas que, tuteladas directamente por el Rey, puso Adolfo Suárez en marcha y que enumeró en su primera comparecencia ante la opinión pública, sentado en el salón de su casa. Anuncia elecciones libres y un Gobierno representativo además de declarar solemnemente que todas las formaciones políticas deben salir a la luz para construir en pie de igualdad lo mejor para España. Nadie duda entonces de que el Rey está detrás de Suárez tutelando y alentando sus movimientos. Del mismo modo que nadie dudó de que el Rey estaba apoyando a Suárez cuando tomó la decisión más arriesgada del proceso de transición: la legalización del Partido

Comunista el 9 de abril de 1977. Ese fue el momento más peligroso para el país, porque podía haberse desatado un enfrentamiento popular o un levantamiento de los altos mandos militares, que eran todavía los generales que habían hecho la guerra con Franco y que se removieron en los cuarteles peligrosamente. Pero fue también en el momento más peligroso para el Rey, porque nadie olvidaba, y los militares menos que nadie, que había sido designado por Franco como su sucesor y aquello era visto por muchos de ellos como una alta traición por parte de Don Juan Carlos.

Pero fue el propio Rey quien se ocupó de calmar la ira de los altos mandos castrenses y finalmente no pasó nada. España enfiló así el camino a las primeras elecciones libres en casi 40 años. Para entonces estaban reconocidas todas las libertades públicas que se respetan en una democracia, legalizados los sindicatos y todos los partidos políticos.

En la sesión solemne de apertura de las nuevas Cortes el Rey se felicita de lo alcanzado. «La Corona, después de las últimas elecciones legislativas, se siente satisfecha al comprobar la forma en que se van logrando los fines que no hace mucho tiempo formuló […] la democracia ha comenzado pero saben perfectamente que falta mucho por hacer aunque se hayan conseguido en corto plazo metas que muchos se resistían a imaginar». Pero hace además un anuncio de la máxima trascendencia para el futuro de España: «La Corona desea, y cree interpretar las aspiraciones de las Cortes, una Constitución que dé cabida a todas las peculiaridades de nuestro pueblo y que garantice sus derechos históricos y actuales».

La Constitución empezó a elaborarse pocos días más tarde y se tardó un año y medio en culminarla. Pero además del hecho histórico de que es la primera Constitución española que no se hace unos contra oros, sino con el consenso de todas las fuerzas con representación parlamentaria, tiene otra característica por lo que al Rey se refiere. Por medio de la Constitución el Rey devuelve al pueblo todos los poderes que había heredado del general Franco y pasa a continuación a ser un «Rey constitucional», es decir, que reina pero no gobierna.

Todavía tendría el Rey que intervenir directísimamente en los acontecimientos de la vida nacional por última vez. El intento de golpe de Estado de febrero de 1981 fue llevado al fracaso por la actitud de Don Juan Carlos. No olvidemos que la mayor parte de los capitanes generales de las regiones militares se pusieron a las órdenes de Su Majestad. Para lo que Su Majestad ordenara. De modo que si el Rey hubiera alentado realmente el golpe, éste hubiera triunfado sin ninguna duda. Ahí el Rey se ganó el respeto y el cariño de todos los españoles sin excepción, que vieron en él definitivamente al hombre dedicado al servicio de España y de las libertades de los españoles.

Desde entonces en adelante, Don Juan Carlos se ha comportado estrictamente como un Rey constitucional. Su labor de moderación y arbitraje ha sido enormemente valiosa para el país. Todos los presidente de Gobierno que ha tenido la democracia española hablan del impagable papel que el Rey ha cumplido como embajador de España a lo largo de todo el mundo, y cómo ha conseguido acuerdos y deshacer desacuerdos que han beneficiado enormemente al país.

Esta es en esencia su obra. Esta es su aportación a la Historia de España en un proceso delicadísimo que se pudo superar en paz, no sin muertos pero en paz, gracias a la aportación de todos los españoles, sin duda, que estuvieron siempre a la altura de las circunstancias. Pero gracias, desde luego, al papel de un hombre que, denostado y despreciado inicialmente por la izquierda y por la derecha, por el régimen franquista y por la oposición democrática, e ignorado por la opinión pública, para quien era un auténtico desconocido, fue capaz de vencer los muchos obstáculos que se alzaron en el camino y pilotar un proceso político que en su día causó la admiración del mundo y dio prestigio a nuestra nación.

Los errores cometidos por el Rey son de dominio público. Él mismo pidió perdón y declaró compungido que lo sucedido no se volvería a repetir. Esos episodios, sumados a los desmanes cometidos por su yerno –en los que el juez está a punto de decidir si implica penalmente a su mujer, la hija del Rey–, han llevado a la Monarquía a las cotas más bajas en la consideración de los ciudadanos. Eso ha dañado a la institución de manera gravísima.

Los esfuerzos del Rey en los últimos tiempos, a pesar de sus problemas de salud, para recuperar el prestigio de la Corona han sido visibles para todos. Ahora, en la hora de su retirada, es de justicia contemplar la trayectoria entera de Don Juan Carlos al servicio de los españoles y valorar el peso y la importancia de lo que ha supuesto su reinado para el país.

Sus últimos errores no ocuparán un lugar de primer nivel en la Historia de España. Sí lo ocupará su aportación a la libertad y al bienestar de los españoles y su lucha sostenida porque la democracia en nuestro país se asentara definitivamente. Como, a pesar de todos los problemas que la aquejan en la actualidad, así ha sido.