FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

En el Cantar del Mío Cid, el gran poema épico del Medievo español, Don Rodrigo Díaz de Vivar le advierte a Alfonso VI con nobleza castellana: «Muchos males han venido / por los reyes que se ausentan». Aquella osadía le acarreó al Campeador burgalés por parte del soberano al que había servido con lealtad férrea –«Cosas tenedes el Cid / que farán hablar las piedras»– la enorme desdicha de su destierro bajo el apercibimiento de que todo aquél que le auxiliara camino de su éxodo perdería sus campos sembrados de sal.

Como la verdad engendra odio («Veritas odium parit»), el proscrito batallador corrió similar suerte que aquel otro cortesano que, tras abandonar el Salón del Trono, salió escopeteado urgiendo que le ensillaran el corcel más veloz de las caballerizas palatinas. Acababa de mostrarle la verdad a Su Majestad y, a galope tendido, puso leguas de por medio no fuera a dictarse su decapitación.

Aquel absentismo que El Cid echó en cara a Alfonso VI –«¡Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!»– no se puede achacar, desde luego, al actual Rey de España. Desde el inicio de su reinado, Don Felipe de Borbón se persona allí donde se le requiere. Pero también donde es inexcusable su asistencia, ateniéndose obviamente a sus estrictas funciones constitucionales.

No obstante, al menguar los gobernantes de altura, llama poderosamente la atención su saber estar a las duras y a las maduras. Ello dota de un significado excepcional a lo que debiera ser lo habitual en un servidor público del Rey abajo. Obviamente no se trata sólo de vestir el cargo, aunque también –nulla ethica sine aesthetica–, sino de distinguir su ejercicio con el decoro y la ejemplaridad institucionales de que hace gala el monarca.

Así lo volvió a acreditar este viernes en una Barcelona que, atendiendo al terrible lenguaje de los hechos del independentismo gobernante, diríase que Cervantes ya no reconocería aquella «Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades». Al contrario, ahora es cobijo de toda desmesura, al tiempo que se empequeñece a ojos vista. Menos mal que hay ciudadanos que se resisten como ese grupo que arropó gallardamente a los monarcas. Agradecidos, le devolvieron el «no estáis solos» del encomiástico discurso real del 3 de octubre tras el referéndum ilegal de independencia.

De la misma manera que Don Felipe se hizo presente hace un año para acompañar en su dolor a las familias de los 16 difuntos y al centenar de heridos contabilizados de la masacre yihadista del 17 de agosto en Barcelona y Cambrils, volvió a hacerlo en el aniversario de aquella matanza de inocentes a los que el independentismo desdeñó tras valerse de ellos, con sus cadáveres aún calientes, para perpetrar sus delirios de grandeza de Estado en fase de construcción.

Aquella tarde de bochorno –no ciertamente por el calor estival de la fecha– del infausto sábado 28 de agosto, el Jefe del Estado, junto al presidente Rajoy y varios de sus ministros, fue escarnecido en el curso del aquelarre separatista. Fue en lo que derivó aquella manifestación del «no tengo miedo» por parte de un sedicioso Puigdemont que ultimaba los preparativos de su golpe de Estado del 1 de octubre.

Al cabo del año, en medio de una campaña de desprestigio sin precedentes para enfangar su figura y la de los suyos, Don Felipe ha sorteado la prueba sin descomponer la figura y sin otro rictus que la gravedad de su semblante. En medio del diluvio, a cuerpo gentil, sin paraguas del Gobierno. Algo que ya se atisbaba observando la complicidad de Sánchez con Torra en la ceremonia de apertura de los Juegos del Mediterráneo en Tarragona. Entre tanto a la Casa Real se le cerraban las puertas para malograr la entrega de galardones de la Fundación Princesa de Gerona. Luego vendría el corolario de su cita en La Moncloa. En su precariedad parlamentaria, Sánchez antepone el cuidado de Torra al del Rey, al determinar aquél, con el concurso del PNV y de Podemos, su estancia en el Gobierno.

En los antípodas de aquel «L’État, c’est moi» que se asignaba Luis XIV de Francia, como seña de la monarquía absoluta del Rey Sol, el Estado soy yo de Felipe VI refleja la soledad e impotencia de la máxima autoridad de un Estado desprovisto de atributos básicos. Lo ha hecho en favor y gracia de algunos desleales virreyes autonómicos. En su descaro, se arrogan altaneramente el derecho de paso, cual señores feudales de los de horca y caudillo, del mismísimo Rey.

Estaría bueno que éste no pudiera sentar sus reales en cualquier parte del territorio español, como desbarra Torra en su papel de títere del ventrílocuo Puigdemont. Con sus extravagancias tartarinescas de sátrapa de aldea, Torra ejemplifica el lamento de Agustín Calvet Gaziel–el gran periodista de la primera mitad del siglo XX– de que en ningún sitio del mundo es tan fácil encumbrarse fuera de toda medida como en Cataluña, pero tampoco en parte alguna es tan seguro caer prematuramente fuera de toda razón.

Encierra su lógica que el secesionismo trate de socavar España. Cuanto más se debilite más hacedera será su ambición. Pero lo que no se concibe es que ésta renuncie a un Estado fuerte y se deje humillar por un Torra que pregona sin remilgos que «los catalanes no tenemos rey». Aun siendo inconcebible en Francia una incitación de ese cariz, ¿alguien imagina que hubiera quedado sin el debido tapaboca tal vocinglería?

El Estado galo no tolera esas ofensas, sabedor además de que, si hipotéticamente Cataluña logrará hacerse independiente de España, se rebelaría posteriormente contra Francia para redondear su suspirada plenitud territorial. A la par, extendería su espacio vital engullendo Valencia y Baleares para conformar los denominados Países catalanes.

En su papel de garante de la unidad nacional, el Rey debe seguir yendo a Cataluña cuanto sea menester, como ha hecho persistentemente, y ceñírsela a su corona. No se puede argüir, en su caso, lo que aconteció con Isabel II al término del triunfal viaje que, transcurridos 15 años de ausencia, desplegó en octubre de 1860.

Tras la apoteosis que produjo contemplar al Príncipe de Asturias y futuro Alfonso XII vestido de payés y animar a la Reina para que, al grito de «¡Viva el Príncipe de Gerona!», restaurara ese título tan grato para la Corona de Aragón, se produjo una reveladora anécdota que registró la prensa de la época.

En medio de ese frenesí por el idilio ciudadano con la soberana, cuando la comitiva se encaminaba a la estación, se produjo la siguiente plática entre dos barceloneses del común. Al exclamar uno de ellos: «¡Ah! Cuando el tierno Príncipe pueda empuñar las riendas del Estado, ya no se acordará de nosotros», le replicó otro: «No, no. Ellos volverán con frecuencia; la Reina ha dicho que se van muy satisfechos». Pero el primero siguió en sus trece: «¡Ca…! ¡No se acordarán de nosotros!». Nadie podrá decir eso de Felipe VI.

Aun así, por mucho que siga acudiendo, que lo hará de seguro, los independentistas no le perdonarán jamás su histórico discurso del 3 de octubre en su particular 23-F contra la asonada civil del Gobierno de Puigdemont. Ante un órdago de esa enjundia –la cuarentona España de la restauración democrática no enfrentaba algo equivalente desde el alzamiento del teniente coronel Tejero en 1981–, Don Felipe se reentronizó como baluarte de la España democrática, así como garante de la libertad y de los derechos de quienes se sentían solos ante la «deslealtad inadmisible» de las autoridades autonómicas catalanas. Dando batalla tan primordial en la que España se jugaba su ser o no ser, Felipe VI refrendó su legitimidad de origen con la de ejercicio.

País de viceversas, desde luego, esta España en la que no fue posible una «República sin republicanos», como concluyó Chaves Nogales en el fragor de aquella España en la que la libertad no tenía quien la defendiera. Pero en la que, en medio de dificultades de troche y moche, la democracia se abre paso de la mano de una Monarquía sin aparentes monárquicos. Su titular atestigua fehacientemente para qué sirve un rey y su enorme utilidad en la custodia de los valores inmanentes de la nación española. Visto lo visto, podría decirse que Don Felipe ha vuelto a coronarse rey este viernes en Cataluña.

No obstante, al ser la Corona la clave de arco del sistema constitucional, Don Felipe es la diana en la que confluyen no sólo los venablos independentistas, sino también los de quienes –curiosamente, todos ellos socios de Sánchez– buscan arramblar con el régimen político de la Transición y con sus tablas de la ley, aunque la Carta Magna carezca del carácter inalterable de aquellas que Dios entregó a Noé.

Es la pieza a cobrar por quienes no quieren tanto matar simbólicamente al padre (Don Juan Carlos) –y no en términos freudianos precisamente–, sino descoronar el hijo en una confabulación de intereses bastardos contra el mayor periodo de libertad y bienestar de esta España en la que algunos se empeñan en desenterrar el cainismo guerracivilista.

Ante esa disyuntiva, no se sabe si Felipe VI lleva oculto en su anillo el mensaje que le sirva para mantener a flote el régimen que encarna en medio de la tormenta, como el que, según la leyenda, introdujo un anciano servidor de la Familia Real en la sortija del Rey David. «Ábrelo –le exhortó– sólo cuando no puedas salir de un atolladero». No tardó en sobrevenir la ocasión. El país fue invadido y su reino quedó seriamente comprometido. En ese brete, sacó el papel y encontró una valiosa recomendación: «Esto pasará». Salvó el envite y reconquistó todo su reino.

En la consiguiente celebración, el sirviente se le acercó y le susurró al oído: «Majestad, ha cumplido el momento de que leas nuevamente la nota del anillo». «Pero si hemos vencido al enemigo y el pueblo lo celebra con jolgorio», le objetó como el que se sacude un pegajoso moscardón. «Este mensaje –le aclaró– no es sólo para cuando te sientas derrotado». Resignado, abrió la alianza y silabeó: «Esto también pasará».