Una dimisión anunciada

JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 19/12/14

Javier Tajadura Tejada
Javier Tajadura Tejada

· Cabe temer que el Gobierno opte por alguien afín para sustituir a Torres-Dulce. Es decir, que el fiscal general sea una correa de transmisión del Ministerio de Justicia.

El fiscal general del Estado presentó ayer su dimisión. Al margen de las legítimas motivaciones personales de la renuncia, es de sobra conocido que mantenía una tensa relación con el Gobierno que le había designado para el cargo. A diferencia de muchos de sus antecesores, Eduardo Torres-Dulce ha dado sobradas muestras de autonomía respecto al Gobierno, y ha intentado –sin éxito– reforzar ante la opinión pública la imagen de la Fiscalía como una institución independiente del resto de los poderes públicos. Durante sus casi tres años de desempeño del cargo ha prestado grandes servicios al Estado de Derecho y a la lucha contra la corrupción.

La Fiscalía es un órgano constitucional de singular importancia. La Constitución le atribuye la función de defensa de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos. Debe cumplir esas funciones con arreglo a los principios de «unidad de actuación» y «dependencia jerárquica». Estos principios son necesarios para que, ante conductas similares, la Fiscalía siga el mismo criterio en todo el país. Las disparidades de criterio se resuelven por la estructura jerárquica de la Fiscalía en cuya cúspide se sitúa el fiscal general del Estado, quien, en consecuencia, tiene la última palabra en relación con las controversias jurídicas que se puedan suscitar. Pero conviene subrayar que esa dependencia jerárquica culmina en el fiscal general y que este es independiente del resto de los poderes públicos.

Ocurre sin embargo que no es esa la percepción que tienen los ciudadanos. Y ello porque según el artículo 124. 4 el fiscal general es nombrado por el Rey a propuesta del Gobierno. Este nombramiento gubernamental determinó durante mucho tiempo que fuera un cargo de confianza del Gobierno, que en última instancia, de la misma forma que lo nombraba, podía cesarlo en cualquier momento. Por ello, en aquellos casos que perjudicaban al Gobierno, el fiscal podía ser presionado para que no presentara acusación, y en caso de que lo hiciera, podía ser cesado. Se decía que no teníamos un fiscal general del Estado sino un fiscal general del Gobierno, que actuaba en su defensa cuando era preciso. Solo eso explica, por ejemplo, las reticencias del entonces fiscal general Jesús Cardenal para apoyar la imputación de Jaume Matas por delito electoral.

La situación cambió radicalmente con la aprobación en 2007 de una importante reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. A partir de entonces, la ley establece que, una vez nombrado, para un mandato de cuatro años, el fiscal general no puede ya ser cesado y, de esta forma, la institución adquiere una independencia de la que hasta entonces careció. En todo caso, la ley dispone que el fiscal general cesa automáticamente cuando lo hace el Gobierno que lo designó (art. 31.1 e). Eduardo Torres-Dulce fue plenamente consciente del alcance de esta reforma y la consideró un paso necesario, pero insuficiente, en la dirección correcta.

En abril de este año, presentó el libro blanco de la Fiscalía. En su brillante intervención, se refirió al menos en siete ocasiones a la necesidad de una mayor autonomía para el ministerio fiscal. «El objetivo –dijo Torres-Dulce– debe ser el de mantener al fiscal al margen de la contienda política». Dijo que la opinión pública ve a la Fiscalía «teledirigida desde el Gobierno, ideologizada o al servicio de concepciones políticas determinadas». Y consideró esta imagen «inadmisible». Por ello propuso una serie de medidas para renovar la institución, reforzar su autonomía y reorganizarla. Sus propuestas no tuvieron ningún eco en el Ministerio de Justicia.

Eduardo Torres-Dulce ha sido, sin ninguna duda, un fiscal general independiente. Al presentar la memoria de 2013 advirtió que nunca hubiera tolerado que el Gobierno le dijera lo que tenía que hacer. Por ello, emprendió una lucha sin cuartel contra la corrupción política y denunció la escasez de medios legales, materiales y humanos para acabar con esa lacra del sistema. Este meritorio combate contra las tramas de corrupción le granjeó la animadversión de un sector del Gobierno y del Partido Popular. Estos no le perdonaron que en la vista preliminar contra Luis Bárcenas –el tesorero del PP al que tras conocerse que ocultaba varias decenas de millones de euros en Suiza, el presidente del Gobierno le envío un SMS dándole ánimos y pidiéndole que fuera fuerte–, el fiscal pidiera para él prisión provisional sin fianza. En ese caso, como en los demás, actuó desde la más absoluta independencia en «defensa de la legalidad».

Por todo ello, su dimisión es una mala noticia para el Estado de Derecho. Como lo fue la semana pasada la decisión de la comisión permanente del CGPJ de no renovar la comisión de servicios al juez Ruz. No tenemos ninguna seguridad de que el Gobierno vaya a designar a una persona de la talla humana y profesional de Torres-Dulce. Cabe por el contrario temer que el Gobierno, sabiendo que, una vez nombrado el nuevo fiscal general, no podría ya cesarle –aunque cesará en cuanto cese el propio Gobierno– opte por una persona completamente afín a sus intereses. Es decir, que de aquí al final de la legislatura, el fiscal sea una correa de transmisión del Ministerio de Justicia.

Este riesgo pone de manifiesto que el diseño constitucional de la institución debe ser reformado. El nombramiento del fiscal general debería atribuirse al Congreso de los Diputados que, por una mayoría cualificada de tres quintos de sus miembros, esto es, por amplio consenso, habría de designar para el puesto al candidato más cualificado de los propuestos por la propia institución.

JAVIER TAJADURA TEJADA PROFESOR TITULAR DE DERECHO CONSTITUCIONAL DE LA UPV-EHU, EL CORREO – 19/12/14