Vascos que saldan cuentas con ETA

EL CORREO 05/04/15

· Dos extorsionados por la banda confiesan cómo afrontaron la amenaza sin ceder al chantaje Rompen su silencio en un relato desde el anonimato que les permite desahogarse tras sufrir un «miedo soterrado» durante años

«¿Para qué les iba a contar lo de la carta? Me lo tragué e intenté hacer vida normal»
«Tras el ‘pepinazo’, mis hijas me preguntaban: ‘¿qué has hecho?’»

Eneko, propietario de una tienda de suministros industriales en Vitoria, no quería acabar como ese amenazado por ETA que vio un día en un reportaje, «cavando en su huertico con un escolta al lado». Esa imagen le decidió a vivir «como si no pasara nada», después de recibir la maldita carta con la que la banda terrorista le exigía un dinero como chantaje. El mal llamado impuesto revolucionario también llegó a Iñaki, un mediano empresario de un pueblo de Álava que fue víctima de un atentado con bomba contra su negocio. Ninguno de los dos cedió a la extorsión y ahora sienten la necesidad de confesar cómo hicieron frente al peligro, a un «miedo soterrado» con el que han tenido que cohabitar durante décadas.

El primero no contó nada a nadie. Ni a su familia. El segundo colgó el teléfono al etarra que le coaccionaba. Con el ánimo de «colaborar» con su testimonio, se han puesto en contacto con EL CORREO para ofrecer un emocionante relato que entronca con la historia reciente de Euskadi. Sin revanchas. De alguna forma, saldan cuentas con ETA y se desahogan. Todavía hoy, lo hacen desde el anonimato, con nombres y negocios ficticios. Pero su drama es real.

Eneko Vitoria
· No se lo dijo a nadie, ni a su familia

Eneko recibió la primera carta en 1995. Hombre resuelto y reservado, se planteó dos soluciones. Una, «salir llorando e ir corriendo a la Delegación del Gobierno», con una vida escoltada en el horizonte para él y los suyos. «¿Qué hago yo propagándolo? ¿Para qué lo voy a contar?». Preguntas que le llevaron a decidirse por la segunda alternativa. «Lo más importante es no decir nada, que la familia no sepa nada».

Asumió todo el peso de la responsabilidad, en silencio. Solo. «Me lo tragué». Escondió la carta en la tienda y afloró en él otra personalidad. «He sido otro». El extorsionado cuando recordaba el sello de ETA y el vitoriano comprometido con su ciudad, casado y padre de tres hijos que trataba de hacer «vida normal» y mantener su afición al monte y la huerta. «Como si no hubiera pasado nada», en un intento por dotarse de un mecanismo de autodefensa frente a la amenaza.

Lo que tuvo «muy claro» era que no iba a pagar para «alimentar» a los comandos y su entorno. Dinero que «no tenía» y que, de haberlo tenido, lo habría invertido en «mejorar» el negocio o el bienestar de su familia. «¿Cuántos más habrá como yo»?, se preguntaba en su interior. Un día, ordenando papeles, su madre le enseñó una carta de chantaje dirigida a un familiar. «Seremos la tira», pensaba. Pero él siguió callado.

El miedo bombeaba cuando ETA «tomaba represalias» y cometía atentados. «Podía haber sido yo», se decía. Y llegaba a imaginar su nombre escrito en una «fría» placa en la acera, como la que recuerda a un fontanero asesinado en Vitoria. Eneko se refugió en la fe. «Soy creyente». Pero no valía sólo con eso. Había que hacer vida normal.

El asesinato de Buesa
Miembro de Gesto por la Paz, recuerda las concentraciones de los lunes en favor de la liberación del empresario José María Aldaya, secuestrado en 1995. Enfrente, «gente gritando ‘Aldaya, paga ya’». Eneko veía al otro lado «caras conocidas», de la cuadrilla e incluso rostros de parientes. «Era sangrante. Los que estuvieron allí, en primera fila, no pueden ir ahora de garantes de la paz», se queja, dolido con quienes se han mostrado «insensibles a todo».

En ese tiempo fueron asesinados Miguel Ángel Blanco y Fernando Buesa, entre otros. «Se podía haber acabado con ETA, pero se le dio aire», advierte, señalando a los partidos que «miraron hacia otro lado». A su juicio, la manifestación de homenaje a Buesa fue el ejemplo más triste de esa división.

Eneko no se considera «extremista». Durante su conversación, cuestiona el encarcelamiento de Arnaldo Otegi y reclama que el futuro Memorial de Vitoria, dedicado a las víctimas del terrorismo, no se recree en exceso en el dolor y la «crueldad». «Perdonar es muy difícil, pero no conviene hurgar en la herida de las víctimas», explica. Él cree que la suya no le ha pasado «factura».

La segunda carta
Cuando pensaba que el chantaje era un cruel recuerdo, una segunda carta avivó el miedo y sacó a su otro ‘yo’. Estaba sellada en Villabona, con fecha del 13 de mayo de 2005 y una estampa del Rey Juan Carlos. Dentro, un folletito con diferentes marcas a las que ETA llamaba a hacer boicot. En su mayoría, productos de alimentación propios de Euskadi y Navarra, como bonito y aceite. Un disparate un tanto naif que, en cualquier caso, no restaba peligro a la amenaza.

La carta fue enviada al domicilio personal de Eneko. El remite señalaba la calle de su negocio. Y en el encabezamiento de la misiva figuraban los nombres de sus dos hermanos. «Y piensas: ¿quién les ha pasado mis

datos? Te sientes controlado». La banda le exigía 36.000 euros y le emplazaba a contactar con «los habituales círculos de la izquierda abertzale» para el pago. Que fuera a la herriko, le venían a decir. Al final, volvió al punto de partida: «No voy a acojonar a todos. Toca aguantar. Y eso, sabiendo que podía entrar un tío en la tienda y ‘pim-pam’. O pegarme un tiro en el monte». Pese a los riesgos, optó por el silencio otra vez.

El día del «fin»
Eneko vivió la declaración con la que ETA anunció hace tres años su final «como un respiro» entre tanta opresión. Lleva incluso una copia del comunicado consigo, dentro de una carpeta donde guarda ordenadamente recortes de periódicos con la «buena» noticia. La clave de ese texto, fechado el 20 de octubre de 2011, eran los términos «cese definitivo». Por fin. «Me acordé de todos los que han caído inútilmente, de los que se tuvieron que ir y trasladar sus negocios fuera». De esos apellidos vascos que ve a orillas de la carretera cuando viaja hacia el Mediterráneo. Exiliados con nombres de dulces, hostelería, alimentación, maquinaria industrial…

En casa, reunió a su familia a la hora de la cena. «Bueno», les dijo, «como sabéis hoy se ha producido una noticia que nos afecta a todos. Pero a nosotros más». Y les contó lo de la extorsión. «Con esto he estado». Casi veinte años. Mucho peso soportado en soledad. Eneko, ya liberado, preguntó a su mujer: «¿Me has notado tocado?» «Pues, la verdad, es que no», le contestó. «Me alegro que no te hayas enterado. Ni tú ni los hijos», siguió el padre, que ya ha comenzado a soltar lastre.

En su confesión, no puede evitar emocionarse pensando en los riesgos que asumió con su discreción. Quizá «expuso» a su familia y, como mal menor, al negocio. Quizá fue «un inconsciente» con ellos. «Un valiente, no», dice. Sólo pensaba en que pudieran hacer «una vida normal», sin los obligados tutelajes de la seguridad. Los ojos se le humedecen.

«Las verdad es que no soy de soltar lágrimas. Pero no puedo evitar darle vueltas. ¡Cómo he podido estar así, exponiendo a la familia! Luego te pasa algo y alguien diría: ‘por algo sería’. Y ahí te quedas. En una fría placa». Se concede un respiro.

«Felizmente», Eneko siente que ya ha pasado página; que se ha olvidado para siempre de su ‘otro yo’, de ese fantasma que aparecía con la dichosa carta. Ya no hace falta esconderla, aunque aún le falte liberarse del todo. Admite que no ha exteriorizado aún su alegría por el cese definitivo del terrorismo o, como lo llama él, «el día del fin». «A lo mejor me podía haber ido al Gorbea a pegar un grito». Igual lo hace ahora.

Poco a poco se desahoga. El otro día cenó en una sociedad con un grupo de amigos que se reúnen para hablar de diferentes temas, desde problemas de la ciudad a cómo lucir un sombrero con dignidad. Eneko les habló de lo suyo, de los avatares que afectan al comercio. De los impuestos, la crisis, la competencia desleal… «Y de esto», les dijo, al sacar la carta de su carpetita.


Iñaki Un pueblo de Álava

· Colgó el teléfono al etarra que le coaccionaba

Iñaki se vio forzado a dejar su pueblo tras la explosión de una bomba en su negocio. Ocurrió el 13 de agosto de 1988. Sin previo aviso, sobre las 7.00 horas. Un pariente «se salvó de milagro porque entró cinco minutos antes a currar». Nunca antes le habían amenazado.

Iñaki, un mediano empresario que sigue al pie del cañón, tenía la casa al lado del negocio. El atentado le pilló en la cama, «que se levantó del suelo por la onda expansiva». Aficionado a la caza, enseguida lo comprendió. «Un ‘pepinazo’». Tras el destrozo, la impotencia. «Mis hijas me preguntaban: ¿qué has hecho?»

Todo eran dudas y miedo. «Ahí es cuando salen los amigos de verdad», recuerda. Uno de ellos le acompañó durante tres días enteros. No lo olvidará. Tampoco las muestras de solidaridad recibidas en persona. Como las del lehendakari José Antonio Ardanza, que quedó fotografiado en su txoko, y del vicelehendakari, Ramón Jáuregui, con quien comió varios domingos. «Ánimo», le decían.

La segunda bomba»
El segundo escalofrío tuvo lugar el 6 de enero de 1989. Pese a ser la festividad de Reyes, Iñaki se calzó las botas para ir de caza con su perro, un spaniel con querencia por la codorniz. Al pasar por la empresa camino del coto vio una bolsa en la calle, pero no le dio más importancia. A su regreso, ahí seguía. Eran las 13.00 horas y en la explanada había niños jugando. Mosqueado, avisó a la Policía. Los expertos le dijeron que dentro había cinco kilos de explosivo, pero que no estallaron por un golpe de suerte. Un perro había mordido los cables y desconectó la bomba. El spaniel correteaba feliz.

Un mes más tarde, el 6 de febrero, le llamaron por teléfono a casa. Una voz anónima, en nombre de ETA, le reclamaba 9 millones de las antiguas pesetas. Se le heló la sangre. Su número no aparecía en la guía telefónica de Logroño, donde residía de incógnito, pero alguien se lo sabía. «Me decía: ‘no llames a la Policía; tenemos controlada a tu familia’. Me acojoné». Pero al día siguiente lo denunció.

El 8 de febrero volvió a sonar el teléfono. Era ETA. Esta vez, dos agentes custodiaban a Iñaki, que se resistía a la coacción. El 9 de febrero, otra vez la voz. «Paga, que te hemos puestos dos bombas y te vamos a poner más», le amenazaba el interlocutor. Un policía, quizá porque sintió flaquear al etarra, animó a Iñaki a cortar por lo sano la conversación. Le escribió en un papel: ‘Mándale a tomar por el culo’. Y así se lo soltó. No le volvieron a llamar. Ni bombas ni más amedrentamientos. Ni escoltas. Pero sí miedo y precauciones. Las hijas se fueron a estudiar fuera. Él le echó «muchos cojones» para intentar salir adelante. Iñaki y su familia se vieron obligados a vivir durante más de 15 años fuera de su pueblo.

El regreso a casa
Vivió en Logroño hasta el 31 de diciembre de 2005, vísperas de la tregua de ETA que se rompería un año después. Ese día regresó al pueblo. «La perdiz muere donde nace», cita Iñaki, aficionado del Alavés y del Athletic. «¿Sobresaltos desde entonces? Sólo con los cohetes de las fiestas». No puede con las explosiones.

El final de ETA, anunciado el 20 de octubre de 2011, le sorprendió en un viaje de trabajo en el extranjero. Extrovertido, compartió emociones con otro empresario de Gipuzkoa, que le confesó lo que todavía hoy parece inconfesable: que él sí tuvo que pagar. En el avión de vuelta a casa se dieron un abrazo. Un abrazo que le gustaría repetir ahora con Eneko.