Venezuela

ABC  10/08/15
LUIS VENTOSO

· Mucho ritmo, mucha alegría; mucha pólvora y demasiada miseria

ANTES de extraviar un poco su copioso talento por sobredosis de ego de autor, Nanni Moretti rodó en 1993 la espléndida «Caro Diario». El cómico recorre en Vespa la Roma vacía del verano, que contempla y filma con un amor rendido, salpicado también de golpes de ironía-abrelatas.

La película ofrece muchos lances para recordar. Su recorrido en moto por las playas desoladas de Ostia hasta llegar al destartalado paraje donde masacraron a Pasolini resulta hipnótico (y más teniendo como banda sonora los mejores seis minutos del «Kölh Concert» de Keith Jarret, un pasaje de piano que constituye una de las músicas más lindamente elegantes del siglo XX). Otro gran momento es cuando el protagonista confiesa que uno de sus sueños es aprender a bailar y descubre en un descampado a una grey dominicana afanada en plena verbena dominguera. Una orquestina popular ataca los compases del «Visa para un sueño» de Guerra y los bailarines criollos se menean con una suavidad felina y fácil, como si sudasen el ritmo. Moretti los observa con una sonrisa admirada y lejana: un prodigio mayor de la naturaleza, inalcanzable para un europeo patoso atenazado por el hieratismo.

A la caída de una tarde rara de perfecto verano inglés parece un regalo correr un poco por el parque londinense de Kensington. El sol comienza a aflojar y los árboles y los estanques recuperan sus contornos. Grupos de paseantes van y vienen, en lo que es un resumen de las razas, estilos y talantes del planeta Tierra. Rusos con gesto taciturno miran a la nada, acompañados de unas novias que hacen comprensible la melancolía rusa de Cristiano. Italianos broncas superan en barullo a los joviales españoles, omnipresentes. Un patriarca sij avanza solemne con su mujer e hijas, ataviadas con saris idénticos de buen paño. Algunas inglesas lechosas convierten el parque en playa y logran ponerse un poco rosas bajo el sol de prestado de Londres. Pero son muchas más las árabes enterradas en vida en sus niqab negros, que caminan o acampan en el jardín un par de pasos por detrás de sus maridos (o tal vez señores). Ellas visten con la última moda del medievo: el burka. Ellos van de chuli-boys, con playeras carísimas de logos gritones, gorrita de rap de firma superlativa, sudaderas de autor y hasta algún extemporáneo chaleco-plumífero, venusiano incluso para el cauto agosto londinense.

A mitad de la carrera por el parque, olvidados los árabes, camino ya del palacio donde vivieron la Emperatriz Victoria y más tarde la Emperatriz del Cuché (Diana), dos banderas venezolanas penden de unas ramas. A su sombra, una veintena de jóvenes venezolanos bailan salsa y merengue, con un equipo de música aparatoso y restos de priva. Como Moretti, por un instante los observas con una enorme admiración: cuanta armonía destilan, que feliz emoción emana de sus bailoteos. Se diría que conservan la alegría de vivir que los europeos hemos extraviado en alguna curva del camino a la prosperidad. Son una reserva de alegría para el mundo. Pero el ensalmo solo dura unos segundos y vuelves a la realidad. Estos soberanos de la sonrisa y el ritmo han construido también el segundo país más peligroso del mundo, con 68 asesinatos al día. Han dilapidado los inmensos dones naturales con que fue bendecido su país para caer en el desabastecimiento. Han abrazado una dictadura con caudillos de tebeo, que sin embargo provocan heridas muy reales. Cada pueblo, y duele decirlo apreciando tanto a los venezolanos, cosecha lo que siembra, es el dueño último de su destino. Venezuela solo irá bien cuando descubran que en política y en derecho el aburrimiento es mucho más saludable que la emoción.