Ya nada será igual

 

Lo más grave para un ciudadano vasco es la derrota, con la aprobación del plan Ibarretxe, de la oportunidad histórica de establecer y desarrollar la sociedad vasca como sujeto político unificado. Instaura la división definitiva de la sociedad vasca, su propia imposibilidad, social y política. Ha podido el atavismo sobre la oportunidad histórica.

No es nada fácil analizar y valorar lo que supone la aprobación en el Parlamento vasco del plan Ibarretxe. Es un hecho político de tanto calado y significado, y abre tantas perspectivas, que sólo el tiempo permitirá considerarlo en todas sus vertientes. Porque afecta a la consideración de la historia, la vasca y la española, a la valoración del desarrollo de los principios democráticos, así como a la realidad constitucional española actual, así como la europea. Es comprensible que, ante tamaño desafío, se aprecie una pluralidad de respuestas posibles y necesarias. La preservación del pacto constitucional del 78 y la defensa del Estado de derecho aparecen como prioritarias en casi todos los comentarios. Se aprecian diferencias en la necesidad, o no, de montar una defensa jurídica inmediata, recurriendo al Tribunal Constitucional, junto con una negativa a entrar en nada que dé la impresión de negociar con el Gobierno vasco: ni recibirlo en La Moncloa, ni debatir en el Congreso el proyecto aprobado por el Parlamento vasco. Mientras, otros optan por derrotar el proyecto en el debate político: rechazándolo en el Congreso y superando al nacionalismo vasco en las elecciones autonómicas.

No acierto a ver que ambas opciones se excluyan de forma total, aunque sí pueden marcar tiempos distintos. Ni el Estado de derecho puede prescindir de la posibilidad de recurrir al Tribunal Constitucional en una cuestión que afecta directamente al núcleo mismo de la Constitución española, ni es recomendable rehuir el debate político. A estas alturas de la historia todos debiéramos ser conscientes de que el nacionalismo vasco actual sabrá aprovechar el no recurso como debilidad, al igual que sabrá utilizar el recurso colocándose como víctima de la negativa al diálogo y al debate político. Y todos sabemos que, a pesar del deseo de que en esta cuestión prevaleciera el sentido de Estado sobre los intereses partidistas, nadie va a dejar de mirar al aprovechamiento electoral.

Pero existe una cuestión que corre el riesgo de pasar a un segundo plano, aunque no lo merezca. ¿Qué pasa con la sociedad vasca después de la aprobación del plan Ibarretxe en el Parlamento vasco? Me imagino que a más de un ciudadano vasco le preocupará esta pregunta. Y no es una cuestión que haya aflorado de forma repentina en ese acto parlamentario, sino que viene de largo, desde los tiempos en que el PNV decidió buscar la unidad de acción nacionalista por encima de la unidad democrática contra el terrorismo; tiempos, por cierto, anteriores a la victoria electoral del PP el 96 y, en cualquier caso, maduradas y manifestadas antes de la segunda legislatura de mayoría absoluta de Aznar.

Para captar el significado de la pregunta conviene recordar el contexto histórico, que el nacionalismo vasco actual insiste en querer olvidar, ocultar y sustituir. Y ese contexto histórico refleja el hecho de que la sociedad vasca, el pueblo vasco de los nacionalistas, sólo se ha constituido como sujeto político por primera vez en el marco del Estatuto de Gernika, que es el marco de la Constitución española. Nunca antes había existido como sujeto político unificado. Existían Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, cada una como institución diferenciada y relacionada directamente, en régimen foral -es decir, de pacto, de derechos y obligaciones- con la Monarquía española. El intento de poner en marcha las Conferencias de Diputaciones, con todas sus dificultades, a lo largo del siglo XIX, es prueba clara de la inexistencia de un sujeto político unificado.

La historia vasca es una historia de luchas fratricidas, luchas de banderizos, de las villas contra los parientes mayores, de villas y anteiglesias, de liberales y carlistas, lucha civil de vascos falangistas-carlistas-monárquicos contra vascos nacionalistas-republicanos-socialistas-comunistas y anarquistas. En tiempos de paz, es el Estatuto de Gernika el que ofrece la primera oportunidad en toda la historia de configurar a la sociedad vasca en su conjunto como sujeto político, como una unidad política, enmarcada y diferenciada al mismo tiempo, en una unidad política más amplia, España; algo que refleja perfectamente la tradición histórica vasca.

Pero no se trata sólo de una unidad en el plano estrictamente político. Se trata de la constitución de la sociedad vasca como tal, superando las divisiones y luchas históricas. Y ello supone que en la sociedad vasca ya no hay más blancos y negros, en terminología de Arturo Campión, sino ciudadanos iguales en derechos, independientemente de su adscripción identitaria y política. Quizá fuimos muchos demasiado mecanicistas en nuestra esperanza de que los atavismos históricos podrían fácilmente ser superados desde la institucionalización política: puestas en marcha las instituciones del Estatuto, ello derivaría automáticamente en la producción de ciudadanos vascos, más allá de las divisiones tradicionales. No ha sido así. El tiempo del Estatuto -ahora se ve con toda claridad- ha sido una especie de tregua parcial, limitada en el tiempo, por parte del nacionalismo vasco para retomar fuerzas y plantear dirimir definitivamente la definición del conjunto desde la voluntad de parte, en lugar de apostar por una definición consensuada y pactada de aquél.

Lo más grave para un ciudadano vasco -me atrevería a decir que para un verdadero patriota vasco- es la derrota, con la aprobación del plan Ibarretxe, de esa oportunidad histórica de establecer y desarrollar la sociedad vasca como sujeto político unificado. Lo que instaura el plan es la división definitiva de la sociedad vasca, su propia imposibilidad, social y política. Y nadie debiera llamarse a engaño sobre el significado de esa fractura: en todas las sociedades divididas de esa forma unos mandan y otros tienen que someterse; unos controlan los instrumentos de poder y otros son objeto de la administración pública; unos controlan los recursos financieros públicos y a los otros no les queda más que confiar en la benevolencia de quienes mandan. Los derechos ciudadanos de estos últimos están siempre sujetos a otorgamiento, o no, de quienes se han apoderado del poder de definición en exclusiva.

La aprobación del plan Ibarretxe significa enterrar el único y mejor intento de la historia vasca por constituirse como sociedad, integrando el derecho a la diferencia y los principios constitucionales y la democracia, las tradiciones propias con el proceso de modernización. Este fracaso histórico devuelve a la sociedad vasca a su propia historia, una historia de división, de luchas fratricidas, de incapacidad política, de resistencia a los procesos de modernización y democratización, de estructuras de Antiguo Régimen con apariencia y fachada de modernidad.

Los desposeídos del poder de codefinición de la sociedad vasca no van a ser fuente de resistencia violenta. La división provocada por el plan Ibarretxe no va a traer consigo -por lo menos, no por parte de los perdedores- violencia alguna. Pero los fracasos históricos tienen precio. Hay muchos, dentro y fuera de la sociedad vasca, que piensan que este momento pasará y que, antes o después, será preciso abrir algún periodo de negociación para encontrar posiciones intermedias. Olvidan que entre constituir la sociedad vasca mediante mayoría o constituirla mediante pacto no caben posiciones intermedias. Se pueden ampliar, cambiar, redefinir, adaptar y acomodar competencias determinadas. Sobre eso cabe negociación, diálogo, debate y acuerdo. Pero no es posible mediar entre decisión de mayoría o decisión por medio de pacto. Son principios que se excluyen mutuamente. Después de haber intentado el acuerdo y el pacto, una parte de la sociedad vasca dirigida por el nacionalismo actual ha optado por romper el pacto y el acuerdo, una opción que primero legitimó por ser necesaria para conseguir la paz, como el precio a pagar para acabar con la violencia, y que ahora se ha convertido en valor por sí mismo; eso sí, apoyado en los votos que no condenan la violencia terrorista.

Ha podido el atavismo sobre la oportunidad histórica. Este nacionalismo que ha gustado la miel de la victoria tiene menos razón que nunca para hacer dejación de lo que cree que son sus principios irrenunciables, así desaparezcan la sociedad vasca y la misma nación vascas si preciso fuere. Independientemente del recorrido del plan Ibarretxe, ¿quién recompone lo que ha sido roto de nuevo deliberadamente? Si el lehendakari vuelve a afirmar que se hará lo que quiera la sociedad vasca, y no lo que quieran el PSOE y el PP; es decir, si afirma que los votantes del PP y del PSOE no son miembros de la sociedad vasca, ¿qué va a ser de ésta a partir de ahora? Sólo queda la división de siempre, la falsa esperanza de que, haciendo como que no existe -porque nos negamos a nombrar en nuestras conversaciones y en cualquiera de los ámbitos de vida diarios nada que la pueda recordar-, las desgracias no sean mayores.

Pero no olvidemos que con la aprobación del plan Ibarretxe se ha vuelto a enterrar, esta vez de forma política, a los asesinados por ETA, que lo fueron por representar lo que ahora niega lo aprobado por el Parlamento vasco.

Joseba Arregi es profesor de Sociología de la Universidad del País Vasco y presidente de la plataforma ciudadana Aldaketa-Cambio para Euskadi.

Joseba Arregi, EL PAÍS, 7/1/2004