Yihadismo. Sí se puede, aunque no se deba

ADOLFO SUÁREZ ILLANA, EL MUNDO – 30/01/15

Adolfo Suarez Illana
Adolfo Suarez Illana

· El autor considera que la falta de una autoridad común para todo el islam es una de las causas que favorece al fanatismo. Culpa a todos los imanes que llaman a sus fieles a emprender una lucha armada.

No, no es lo mismo poder que deber; y en España y Francia sí se puede, aunque no se deba. A Dios gracias, y tras muchos años de sufrimientos, en países como Francia o España, sí se puede criticar hasta lo más sagrado para cualquiera. Y se debe poder llegar a escribir o decir cualquier blasfemia sin que nadie deba esperar por ello ser ejecutado en su puesto de trabajo de un tiro en la nuca.

Ha pasado un tiempo prudencial y espero que nadie me acuse de opinar en caliente. Detesto las viñetas satíricas que todos tenemos en mente blasfemando e insultando, ya sea a Mahoma o a Jesucristo. Me parecen nauseabundas por ofensivas. A mi juicio carecen de la más mínima gracia o inteligencia, cayendo en la zafiedad y la más absoluta simpleza. La inteligencia irónica debe ser capaz de arrancar una sonrisa o deslizar una grave crítica sin caer en el insulto o la grosería. Ahora bien, defiendo el derecho a la libertad de prensa y de expresión a ultranza. Cada uno puede decir o escribir lo que quiera en una tribuna, y será un Tribunal, con todas las garantías procesales de un Estado democrático de derecho, quien pueda señalar dónde está el límite, la frontera entre esas libertades y el también defendible derecho al honor. Y, en su caso, el castigo.

Es también razonable que una sociedad madura dé la espalda a quien cae en este tipo de prácticas, sin más, marcando así lo que no está dispuesta a aceptar. Pero nunca, nunca, se puede justificar, en modo alguno, el vil asesinato cometido por un fanático que se sintió ofendido. Ni tan siquiera de soslayo con el peregrino argumento de que quien realizó esas críticas en forma de viñeta lo que en realidad hizo fue provocar a un asesino descerebrado como lo eran los hermanos Kouachi. El primer derecho de todo ser humano, por el mero hecho de nacer –e incluso antes–, es el derecho a la vida y no hay quien pueda arrebatársela tomándose la justicia por su mano.

Estoy absolutamente de acuerdo con aquellos que dicen que no se deben herir gratuitamente las creencias religiosas de nadie. Nunca es necesaria la ofensa para criticar lo que se estime oportuno. Soy católico hasta el tuétano y he sido ofendido hasta la saciedad por esa misma publicación y otras muchas en innumerables ocasiones; pero ni yo, ni ningún otro católico en el mundo, hemos perpetrado una salvajada semejante. Quizá, porque a diferencia de lo que ocurre en el islam, donde escuchamos todos los viernes a un sin fin de imanes llamar a las armas a sus fieles, no ha habido ningún Papa, obispo o simple sacerdote que haya llamado a tal barbarie, desde su púlpito, a los fieles cristianos cuando hemos sido ofendidos con viñetas similares. Tampoco el verdadero soporte escrito de nuestro credo, el Nuevo Testamento, hace la más mínima mención al uso de la violencia contra nadie en ninguna ocasión; es más, invita a poner la otra mejilla; cosa que yo hoy, errado e infinitamente lejos de la grandeza de Jesús, me siento humildemente incapaz de hacer ante los que nos agreden.

Debo manifestar a este punto llegados, que no puedo aceptar como excusa para los fanáticos o los políticamente correctos, el veraz argumento de las torturas o ejecuciones cometidas, por ejemplo, por la Iglesia católica a través de la Inquisición o en las cruzadas hace cinco siglos. El tiempo transcurrido no erradica su veracidad histórica, pero no es menos cierto que, por ellas, ya han pedido perdón los Papas de hoy y que la Iglesia actual, con el Papa Francisco a su cabeza, no tiene nada que ver con la Iglesia medieval, ni siquiera con la renacentista. Y bien seguro estoy de que nuestro querido Papa Francisco no haría uso jamás de su puño, ni aunque le mentaran a su madre; por mucho que el agresor pudiera esperarlo.

Es muy posible que sea ahí, precisamente, donde resida el problema: en que una parte importante del islam sigue anclado en la intolerancia que todos practicábamos hace quinientos años; en que no se hace un esfuerzo general y sobrehumano desde el propio islam por deshacerse de ese fanatismo asesino del que hacen gala innumerables imanes desperdigados por todo el mundo, por erradicar esos sermones –jutba– que acaban teniendo por consecuencia casos de violencia extrema como los perpetrados en Francia, España, Estados Unidos, Bélgica, Reino Unido o un largo etcétera diario en Irak, Siria, Nigeria, Libia o Afganistán; porque hay que recordar que esa barbarie no solo nos afecta a nosotros, que es cuando nos llevamos las manos a la cabeza, sino al mundo entero, empezando por los propios países donde el islam es mayoría y no hay un Estado democrático de derecho para frenar la intolerante violencia de los fanáticos contra cristianos, judíos, ateos e incluso musulmanes a los que consideran poco ortodoxos.

Todos sabemos que hay miles de imanes que pregonan la paz y la tolerancia, pero la falta de una autoridad común a todo el islam, capaz de desterrar la violencia como camino a la salvación, es parte del problema. Mientras todo eso no cambie, los ciudadanos de los países libres y democráticos de Occidente –curiosamente todos con raíces cristianas, que es la base de la cultura de la libertad– tenemos el derecho a ejercer la legítima defensa en casos como los recientemente ocurridos en Francia o Bélgica, y nuestros Estados tienen el derecho y la obligación de defenderse frente a quienes les quieren destruir. Sea donde sea.

La blasfemia y la ofensa me parecen abominables, no me hacen gracia nunca, me hieren. Son, en sí mismas, una forma cierta de violencia; pero nadie debe esperar ser ejecutado por el simple hecho de cometerlas. Por eso mismo, los asesinos, los terroristas, movidos por la ideología o religión que sea, no deben tener otra esperanza, en un mundo civilizado como el nuestro, que la cárcel o la muerte, si persisten en su violencia. Pero si me permiten elegir a mí un destino para ellos, yo elegiría una cárcel muy larga; una cárcel que les permitiera a los asesinos recapacitar durante inacabables años sobre la atrocidad cometida; una cárcel, también, que les acercara los medios para llegar a reformarse, si quieren; pero que sea también una cárcel eterna si no lo hacen. Sin complejo alguno. Porque la reinserción es un derecho del reo, no una obligación de la sociedad. Quienes tras tener la oportunidad y los medios, no son objetivamente capaces de llegar a vivir civilizadamente en libertad, no deben vivir nunca en ella, y su muerte en una cárcel moderna, tratados con la caridad que ellos negaron a sus víctimas, no nos debe escandalizar ni parecer nunca una muerte indigna, si no la que ellos mismos han elegido con su contumaz intolerancia.

En un país civilizado, como lo es cualquiera de los que conforman lo que llamamos Occidente, hay que estar dispuesto a oír cosas que pueden llegar a repugnarnos hasta en lo más íntimo, pero es el Estado, y sólo el Estado, quien, a través de sus distintas instituciones y procedimientos instaurados, tiene el legítimo derecho y la obligación de usar la fuerza para reprimir una injusta violación de los derechos y libertades consagrados en las leyes democráticamente establecidas para sus ciudadanos y visitantes. Además, esa fuerza sólo la puede hacer valer como último recurso y en unas muy determinadas circunstancias.

La única excepción válida en Derecho a ese principio general, es el reconocido derecho a la «legítima defensa», ya sea propia o de terceros; y, una vez más, este derecho está regulado de forma muy restrictiva, estableciendo severas condiciones que impiden la aceptación generalizada del uso de la fuerza en la resolución de los conflictos entre ciudadanos. Por último, si me lo permiten, me gustaría que estas palabras sirvieran también de sentido homenaje al pueblo francés, a su policía y a todos sus dirigentes políticos, por el ejemplo de entereza, unidad y patriotismo que nos han brindado al mundo entero con su comportamiento medido, sereno y contundente ante una agresión tan execrable como la que han sufrido. Han demostrado ser una gran nación digna de toda nuestra admiración y respeto. Hoy, yo no puedo ser Charlie, pero sí me siento profundamente francés.

Adolfo Suárez Illana es abogado.

ADOLFO SUÁREZ ILLANA, EL MUNDO – 30/01/15