Se cumplen cuatro meses desde que Zapatero anunció un fondo de 50.000 millones para comprar a los bancos «activos no tóxicos, de alta calidad». Ha pasado lo esperable: a pesar de la compra, el metálico no afluye, por decirlo con palabras de Woody Allen, y la economía sigue teniendo problemas de liquidez. Sin embargo, no tiene sentido mirar a los banqueros como si tuviesen cabeza de turco. O de judío.
Parece que el ambiente de la reunión que mantuvo con la banca el presidente del Gobierno fue bastante más apacible de lo que sugiere el comentario del ministro de Industria: «Al Gobierno se le está acabando la paciencia con la banca». El propio Zapatero ha abierto la espita del desagüe a la torrentera verbal de Sebastián: «Traslada el estado de ánimo de una parte de las empresas españolas».La bravata era de estricto consumo externo, necesidades de la propaganda, porque la banca consiguió sus dos reivindicaciones principales: encarecer los préstamos que dan a través del ICO y endosarle a este organismo parte importante de la morosidad correspondiente a los préstamos hipotecarios no devueltos.
Algunos miembros del Gobierno parecen haber descubierto junto a su base militante que el motor del capitalismo es el ánimo de lucro y que los banqueros actúan movidos por la expectativa del beneficio. También los empresarios, claro. Otra cosa es que de su actividad resulten, en épocas de bonanza, notables ventajas para el conjunto social, como el crecimiento económico y el empleo.
Esta semana se cumplen cuatro meses de la comparecencia en que Zapatero anunció un fondo de 50.000 millones para comprar a los bancos «activos no tóxicos, de alta calidad». No era para resolver los problemas de los bancos, sino para dar crédito a empresas y familias. Llamó la atención que el Gobierno no creara mecanismos de control para garantizar el destino del dinero, articulara la operación a través del ICO y ni siquiera publicitara los nombres de los bancos vendedores. Por otra parte, era de común conocimiento que la banca necesitaba todo el dinero del fondo, y aún más, para hacer frente a los vencimientos de su deuda a corto plazo.
Si la banca española era la mejor del mundo, mal podría vender unos activos tóxicos que no tenía; pero si los activos eran de tan alta calidad, ¿por qué habría de comprarlos el Gobierno? Bastaría sacarlos al mercado. Tampoco se entendía que actividad tan irreprochable tuviera que ser practicada de manera vergonzante, ni que se llamara transparencia a una opacidad, comparable, al menos, con los cristales de Touriño. Miguel Boyer lo explicaba en términos más realistas: «No conviene adquirir sólo activos de calidad. Dificultaría deshacerse de los tóxicos».
Ha pasado lo que era de esperar: que, a pesar de la compra, el metálico no afluye, por decirlo con palabras de Woody Allen, y la economía española sigue teniendo problemas de liquidez. Sin embargo, no tiene sentido mirar a los banqueros como si tuviesen cabeza de turco. O de judío, que también se ha llevado aquí lo suyo desde la Edad Moderna. El concepto banquero judío ha dado mucho de sí en el siglo XX. Lo contaba brillantemente Bob Fosse en Cabaret. La dueña de la pensión en la que se alojaba Liza Minnelli mantenía este amable diálogo con uno de sus pupilos: «Pero herr Ludwig, si todos los judíos son banqueros, ¿cómo pueden ser al mismo tiempo comunistas?». A lo que el interrogado respondía: «Sutiles, son muy sutiles, fraülein Kost. Si no pueden destruirnos de una forma, lo intentan de otra».
Santiago González, EL MUNDO, 4/2/2009