El problema no es que se impida a los escolares aprender el español. Se trata de que la lengua del aprendizaje sea la lengua materna de los escolares. El camino del fracaso escolar está empedrado de incompetencia e imposiciones lingüísticas que niegan la igualdad de los españoles ante la ley y ante el sistema de enseñanza.
Ser español se está empezando a convertir en un oficio penoso o, al menos, perifrástico. A veces, para invocar un derecho constitucional hay que dar muchos rodeos. Un suponer, un ciudadano ibicenco, llamado Vicente Boned, quiere que su hijo Olav, estudiante de sexto de Primaria en el Colegio Público Cervantes, de la localidad ibicenca de San Antonio de Portmany, realice los exámenes en castellano, que es su lengua materna.
El nombre del centro debe honrar a un ignoto bertsolari vasco o un poeta menorquín de principios del siglo pasado, porque allí el castellano no es un idioma que resulte familiar en la enseñanza, por mucho que sea la lengua materna del chaval. Este, además, padece una dislexia; «lee y escribe muy despacio», según dice su padre. Bueno, pues ni aun así.
El año pasado, al hacerse público el Manifiesto por la Lengua Común impulsado por este periódico, la consejera balear de Educación, Bárbara Galmes, consideraba que «el uso social del castellano no corre ningún peligro. Se trata de que convivan a la perfección las lenguas oficiales». He aquí una yuxtaposición de dos argumentos tan aparentes como majaderos. El Manifiesto daba cuenta en su primer punto de que el castellano goza de excelente salud: ¡500 millones de hablantes! Pero el problema no es que se impida a los escolares aprender el español. «¿Quién al huracán le puso/ jamás ni yugos ni trabas,/ ni quién al rayo detuvo/ prisionero en una jaula?». Se trata de que la lengua del aprendizaje sea la lengua materna de los escolares. El camino del fracaso escolar está empedrado de incompetencia e imposiciones lingüísticas que niegan la igualdad de los españoles ante la ley y ante el sistema de enseñanza.
Vayamos con el segundo. Si se trata de que convivan a la perfección las lenguas oficiales, en una sociedad bilingüe, ¿no sería lógico que los alumnos -Olav en este caso- pudieran responder en la lengua que mejor se expresan? El Gobierno (por poco tiempo) de Ibarretxe creía que sí. Por eso, en los exámenes evaluatorios para el Informe Pisa, de los 2.003 alumnos del modelo D (todas las asignaturas en euskara) las tres cuartas partes fueron examinados en castellano, para que el sistema educativo vasco mejorase sus calificaciones.
El poeta bilbaíno Gabriel Aresti escribía a su colega Tomás Meabe, fundador de las Juventudes Socialistas: «Cierra los ojos y duerme,/ Meabe,/ pestaña contra pestaña./ No es español (plural y diverso) quien no sabe,/ Meabe,/ las cuatro lenguas de España». Quién iba a pensar que hoy, para defender algo tan racional como lo de Vicente Boned, haya que enseñar certificados de adhesión: «No soy anticatalanista en absoluto, hablo en ibicenco con muchos de mis amigos». Quizá le haya faltado mostrar invocar el artículo 4º de la Constitución de la II República, a nadie podrá exigírsele el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional, o mostrar ante la directora del Colegio Cervantes una profunda profesión de fe en el cambio climático y un certificado de asistencia a la conferencia que el gurú dio en Palma hace dos años.
Santiago González, EL MUNDO, 20/4/2009