Cuando en 1983 nacionalistas y comunistas exigían al Constitucional el amparo de la Constitución contra las decisiones de los representantes del pueblo español, ¿no estaban proclamando que la Constitución y el Tribunal eran la última instancia de legitimidad en nuestro sistema? ¿Cómo dicen ahora que ambos no pueden «jamás» imponerse a la voluntad del Parlamento o de un pueblo?
Escuchamos hoy un confuso discurso sobre la democracia que, en nombre del principio de autogobierno de los ciudadanos, clama contra el hecho de que un reducido colegio de jueces pueda poner su particular opinión por encima de la voluntad de los representantes de esos ciudadanos en los parlamentos, por encima incluso de la voluntad expresada en referéndum por los mismos ciudadanos catalanes. En este discurso se mezclan respetables posturas de principio con un craso oportunismo sectario que pretende vestir con ropajes democráticos lo que es sólo un interés, el de que una determinada ley (el Estatut, se entiende) salga adelante a costa de todo.
Principios defienden aquellos autores que argumentan que la capacidad de un pueblo para autogobernarse no puede estar limitada por unos textos constitucionales más o menos rígidos y heredados de generaciones pasadas. Y menos aún por unos tribunales que imponen su opinión elitista y técnica a los representantes de la ciudadanía e invalidan o recortan las leyes por estos aprobadas. Para estos autores, nuestras actuales democracias constitucionales son «democracias paternalistas» (Waldrom) o «democracias jibarizadas» (Sánchez Cuenca), que tratan al ciudadano como a un ser precisado de muletas para desempeñarse en la vida pública. Es muy discutible, pero es una opinión razonada.
Intereses defienden en cambio quienes, a la vista de la ya probada inconstitucionalidad del Estatut (puesta de relieve inapelablemente en la última sesión del Tribunal Constitucional, TC, en la que todos sus miembros estuvieron de acuerdo en que como mínimo una treintena de preceptos del Estatut eran inconstitucionales), han emprendido una campaña desaforada para sacarlo adelante pese a quien pese.
A estos muñidores del democratismo radical -sección catalana- se les puede cuestionar su sinceridad democrática. Y su propia lógica. Por una sencilla razón: porque el rendimiento empírico de nuestra justicia constitucional no avala en absoluto sus impostadas quejas, sino más bien todo lo contrario. Es decir, que cuando este TC ha invalidado leyes aprobadas por la soberanía popular (y lo ha hecho varias veces), nunca ha sido para disminuir el autogobierno de los ciudadanos, sino para ampliarlo. Y sobran ejemplos.
Cuando el TC invalidó por inconstitucional la Ley de Seguridad Ciudadana o de la patada en la puerta, ¿no incrementó nuestros derechos ciudadanos? Cuando el TC rechazó el decreto ley antiterrorista, ¿protegió o limitó nuestros derechos? Cuando declaró inconstitucional la Ley de Enjuiciamiento Criminal y prohibió que el juez instructor fuera también el juez sentenciador, o vetó los juicios sin noticia previa, ¿nos trató como a menores de edad? Cuando el TC invalidó las limitaciones de derechos a los inmigrantes contenidas en sucesivas leyes de inmigración socialista y popular, ¿de verdad que jibarizó nuestra democracia? ¿O más bien la amplió un poco más?
Seamos serios: la ejecutoria de nuestro TC no recuerda para nada la del Tribunal Supremo de Estados Unidos del primer tercio del siglo XX, aquel tribunal que hizo un uso abusivo de ciertas cláusulas constitucionales para invalidar así cualquier legislación progresiva en materias sociales o económicas, llegando a provocar la directa amenaza de Roosevelt de reformarlo si no modificaba su actitud. Ningún tribunal constitucional europeo, desde la posguerra en adelante, se ha significado por funcionar como un reductor de autogobierno, sino todo lo contrario, como un potenciador de democracia. ¿A qué viene entonces este súbito ataque de esencialismo democrático en su contra?
Pero si hay un ejemplo patente de la contradicción flagrante en que caen los demócratas radicales -sección catalana- es el que proporciona la sentencia del Tribunal de 13/08/1983, que invalidó una Ley Orgánica aprobada con los votos de una supermayoría de representantes del pueblo en el Congreso y el Senado, en concreto la Ley Orgánica 30/06/1982. Aquella norma rechazada se llamaba (¿recuerdan?) «Ley Orgánica para la Armonización del Proceso Autonómico» y fue recurrida ante el Tribunal por los partidos nacionalistas, que alegaban que congelaba y reconducía el desarrollo del Estado autonómico «de una manera inconstitucional». Incluso el Partido Comunista de Santiago Carrillo, que ahora también se apunta a la eliminación del TC por antidemocrático, acudió a él en 1982 en demanda de protección democrática. Y el Tribunal Constitucional les dio la razón, y sobrepuso su propia interpretación de la Constitución a aquella que había hecho el pueblo soberano a través de sus representantes. ¿Dónde estaría hoy el Estatut si la mayoría hubiera sido soberana sin límites?
Cuando los nacionalistas y comunistas acudían al Constitucional en 1983, y exigían el amparo de la Constitución contra las decisiones legislativas de la inmensa mayoría de los representantes del pueblo español, ¿no estaban ellos mismos proclamando que la Constitución y su interpretación por el Tribunal eran la última instancia de legitimidad en nuestro sistema democrático? ¿Cómo es, entonces, que ahora argumentan que ni la Constitución ni el Tribunal pueden «jamás» ponerse por encima de la voluntad del Parlamento o del sentimiento de un pueblo? ¿Es que su ramplona concepción de la democracia depende del lado en que caigan sus intereses?
(José María Ruiz Soroa es abogado)
José María Ruiz Soroa, EL PAÍS, 19/5/2010