He preguntado a mis alumnos en qué creen que se parece el referéndum francés a la consulta del plan Ibarretxe. Me contestaron: «¿Qué es eso del plan Ibarretxe?» Y no fui capaz de explicarles aquello que pasó hace tanto tiempo.
La derrota anunciada del «sí» en el referéndum francés sobre la Constitución europea me dejó sin habla una semana. Aunque este tiempo de oscuridad también ha tenido un lado bueno. Por primera vez he podido sentirme más a gusto como española real que como francesa de origen. En los tiempos que corren, ha sido toda una sorpresa.
Algo no me cuadra en estas consultas a los nacionales-europeos de los Estados de la Unión. La promulgación de una Constitución siempre va asociado en la historia a algo dramático: la caída de un régimen despótico y el nacimiento de la soberanía popular gobernada por las leyes. Pero, como nacimiento al fin, sometido a la presencia de la sangrienta «partera de la Historia», discretamente oculta tras el esplendor de un mito protagonizado por personajes épicos. Aunque más tarde se acabe descubriendo sus entresijos humanos menos edificantes.
Y ahora, ni siquiera hace falta una epidural. Un domingo de primavera por la tarde, después de introducir un papelito en una urna, te echas la siesta como nacional y te despiertas como europeo, justo a tiempo de que el chospo se ponga a ver el partido por televisión.
Sin embargo, funcionó en España. Quizás porque no hemos resuelto aún la esquizofrenia que llevó a alguno a gritar el sábado en Madrid «España entera, una sola bandera». Entre tanto, la mayoría de los ciudadanos, incluidos nuestros políticos de derechas y de izquierdas, debieron pensar que el mejor antídoto para la la patología de las dos Españas es Europa. Y votamos «sí» a lo esencial, sin entretenernos tanto en la letra pequeña como han hecho los franceses.
Dicen los periódicos que la Constitución europea ha muerto. Quizás, lo que está más tocado es el método de aprobación por referéndum. En estos tiempos de separación creciente entre los ciudadanos y sus representantes políticos, es lógico que los segundos, tentados por la prisa, quieran practicar atajos a los crecientes dilemas de la legitimación representativa. Parece más limpio dirigirse directamente al pueblo para hacerle una preguntita y, ¡hala!, el pueblo mete velocidad de crucero a la historia con la facilidad de quien se cambia de colonia. ¿Qué hay de malo en ello? Que se lo pregunten a Ibarretxe o a Chirac. Lo que hay de malo en todos los atajos. Por eso dice el refrán: «Vísteme despacio, que tengo prisa».
El país con más prisas de Europa en el pasado siglo fue Alemania. Algo tendrá que ver con que los referendos estén prohibidos por su Constitución.
He preguntado a mis alumnos en qué creen que se parece el referéndum francés a la consulta del plan Ibarretxe. Estaba preparada para cualquier respuesta, pero lo que me contestaron fue: «¿Qué es eso del plan Ibarretxe?» Y no fui capaz de explicarles aquello que pasó hace tanto tiempo.
Ainhoa Peñaflorida, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 8/6/2005