Un poquito de responsabilidad

Pasamos, si no lo remedian sus protagonistas, a un nuevo estadio del enfrentamiento político. Se ha puesto de moda reclamar la cohesión de los nuestros y la distancia con ellos. Y así unos acaban reaccionando en una gran manifestación bajo el estandarte de las víctimas. Están usando a las víctimas, es verdad, pero demasiados empujones y razones les hemos dado en ese sentido.

Aunque voces cualificadas consideren la manifestación del sábado pasado en Madrid como una gran lección al Gobierno (débil es la memoria: hasta huelgas generales soportaron en el pasado gobiernos socialistas), lo realmente preocupante de la misma es que se escenificó el hito más grande en la historia de los desencuentros frente a ETA. No es un desencuentro más, y cada cual tiene las responsabilidades que le corresponden, que siempre son mayores las del que gobierna. Es el desencuentro más grave, más profundo y más sensible de todos los que se pudieran dar. Mucho más trascendente que el desacuerdo ante la guerra de Irak.

Esta demostración del desacuerdo frente al terrorismo no sólo nos puede descubrir a un Estado con serias fallas y problemas ante su tarea de hacer frente al desafío de ETA, sino que nos puede estar indicando lo diluido que es nuestro sentido nacional ante este tipo de retos, quizá porque somos una nación de baja calidad. El qué hacer común frente a este tipo de agresión suele dar, entre nuestros vecinos occidentales, la medida de su cohesión nacional. No se trata de dramatizar por mi parte. Caigan en la cuenta de que el dramatismo está presente desde el momento en el que el terrorismo aparece, él es el que dramatiza -lo sabe quien lo ejerce- y perturba profundamente a toda la sociedad que se ve atravesada por el terror. Perturba hasta a los dirigentes, como prueba el que Zapatero crea que el lugar donde tienen que estar las víctimas es «siempre en el corazón», cuando donde debieran estar es en el centro de la política para acabar con el terrorismo. No es lo de Irak. La respuesta en conjunto a este reto nos haría, como ocurre en Francia o Italia ante el terrorismo, una comunidad nacional. Es mucho más grave.

Ante el terror y sus secuelas es muy fácil que lo emocional supere lo racional. No hay más que oír las concesiones a la retórica áulica rescatada del pasado: «dignidad», «traición», «muertos», «principios», «la España de…». Se ve, además, que se asume el rito de la búsqueda de chivos expiatorios, de la culpabilidad de los otros, hasta acabar por olvidar que el origen del terror es ETA. La cuestión era identificar a los ausentes para culpabilizarles de estar en contra, cuando, sencillamente, no estaban. Hasta la fecha no se había observado tanta exaltación por estar, y tanta contra los que no se encontraban allí.

Que haya aprendido o no la lección el Gobierno va ser lo de menos. El resultado es un maniqueísmo triunfante, el descubrimiento de un campo de combate político, con el aval de victimas, que en nada facilita el necesario procedimiento de marchar todos juntos hasta la derrota de ETA. Al día siguiente, cada cual con los suyos, con sus razones, no sólo por separado sino enfrentados. Este era el gran talón de Aquiles de la manifestación y que hay que desterrar.

Pasamos, si no lo remedian sus protagonistas, a un nuevo estadio del enfrentamiento político. En los últimos tiempos se ha puesto de moda reclamar la cohesión de los nuestros y la distancia con ellos, rememorando la guerra civil, los muertos que hicieron los otros o la estatua de Franco, dando razones a la exclusión de éstos en el pacto del gobierno tripartito catalán y coreándoles el poco edificante estribillo de «estáis solos» para que acaben reaccionando en algo tan entrañable y emotivo como una gran manifestación bajo el estandarte de las víctimas. Lo están usando, están usando a las víctimas, es verdad, pero demasiados empujones y razones les hemos dado en ese sentido.

A nadie le gusta hacer de agorero, menos en esta sociedad nacida para el placer y acostumbrada a él; y tampoco lamentarse con frase tan manida como la de «no es esto». Todos podemos volver a acabar mal, y lo más desagradable es volver a ver a los que creían en un futuro en libertad mirar desde el exilio el enfrentamiento entre los nuestros y ellos.

Este es el epílogo desde un lado. Un segundo epílogo, para los otros, es que se fijen que recorrieron una calle dedicada a alguien que no sólo negoció, sino que se abrazó con los que se alzaron contra la nación y el progreso, al del abrazo de Vergara. Un poquito de responsabilidad.

No está mal que el presidente haya convocado a las víctimas y no estaría mal que éstas no padezcan en exceso el éxito de su manifestación.

Eduardo Uriarte, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 9/6/2005