Las contraproducentes consecuencias del diálogo político con ETA y con su entorno continúan totalmente vigentes hoy cuando el gobierno insiste en mantener tan peligrosa iniciativa a pesar de la falta de voluntad de los terroristas para aceptar la democracia.
A pesar de que el gobierno insiste en su negativa a pagar un precio político por el final del terrorismo, la realidad está demostrando que la actual política antiterrorista acarrea inevitablemente un alto coste para la democracia. Tras ocho meses de tregua, el gobierno por fin acepta que ETA no muestra «una clara voluntad para poner fin a la violencia», como exigía la resolución de mayo de 2005 aprobada en el Congreso. De ahí que el presidente haya asegurado que «con violencia, nada de nada». Sin embargo, la irrelevancia de esa aparente firmeza emerge cuando el gobierno decide continuar los contactos con el brazo político de la organización terrorista para negociar la creación de una mesa de partidos extraparlamentaria, manteniéndose por tanto inalterable la política gubernamental a pesar de las constantes amenazas de ETA que subrayan la ausencia de una «clara voluntad de poner fin a la violencia». Al enfatizarse verbalmente una firmeza que niega cesiones ante la violencia, mensaje que reconforta a quienes desean confiar en la idoneidad de esta política antiterrorista, tiende a ignorarse el alcance de una peligrosa actitud que bordea la legalidad. Así ocurre cuando se elude presentar como una cesión ante ETA lo que sin duda constituye un alto precio político en la forma de un órgano, la mesa extraparlamentaria, que debilita decisivamente uno de los pilares de la lucha contra el terrorismo durante las últimas décadas: la legitimación de las instituciones democráticas frente a los intentos de deslegitimación de las mismas por parte de quienes han desafiado a la democracia, esto es, los terroristas.
La mesa de partidos que el gobierno sigue negociando con representantes de una organización ilegal es una exigencia de ETA a la que el gobierno responde, con las graves consecuencias que de ello se deriva, pues al satisfacer ese deseo de la banda se vulneran las reglas de la democracia favoreciendo la deslegitimación de las instituciones democráticas y de sus representantes, asesinados precisamente por defenderlas. Quienes relativizan esa iniciativa presentándola como una suerte de «mal necesario» que facilitaría una supuesta transición de Batasuna hacia la democracia, obvian que la realidad muestra algo muy diferente, pues dicha mesa legitima los argumentos de ETA y Batasuna haciendo además eficaz la amenaza de una organización terrorista todavía activa. Las cuestiones que en ella se debatirían al margen de las instituciones democráticas son además de una enorme trascendencia, pues se pretende «renovar el actual marco jurídico» (El País 6/10/2006). De este modo se fuerza a la democracia a aceptar la imposición de una organización terrorista y su coacción sobre políticos y ciudadanos, presionados para aceptar tamaña anormalidad mediante la amenaza de que el apaciguamiento de ETA así lo exige. La mera negociación de dicha mesa en unas condiciones en las que evidentemente ETA no muestra ninguna voluntad de poner fin a su violencia resta credibilidad a las declaraciones de firmeza de un gobierno dispuesto a ciertas concesiones a pesar de la negación de las mismas. Así lo confirma la admisión de que el gobierno ha abandonado su exigencia inicial de «primero la paz, después la política» (El País, 19/10/2006) que las negociaciones con Batasuna corroboran.
Si con objeto de garantizar que no ha habido cesiones a ETA se recurre a los comunicados de la banda que critican al gobierno por la ausencia de «pasos», también debe recordarse que esos mismos pronunciamientos etarras insisten en la existencia de compromisos con representantes socialistas cuyo incumplimiento critican los terroristas. Por lo tanto, de los comunicados de ETA que el gobierno utiliza como muestra de su supuesta firmeza podría deducirse tanto que el gobierno no ha cedido, como que no ha cedido lo suficiente desde la perspectiva etarra, aunque demasiado desde la óptica de la democracia. El comportamiento gubernamental avala la última hipótesis. Revelador resultaba en este sentido el editorial de El País del pasado 22 de noviembre al reconocer que en relación con «el sobreseimiento de los procesos abiertos y la legalización de hecho de Batasuna» ha existido «desde hace meses» una «tolerancia» que «no habría sido difícil prolongar si ETA hubiera dado algún indicio de que estaba dispuesta a retirarse definitivamente». Estas palabras confirman una «tolerancia» hacia el entorno etarra que se ha negado en público y que dan sentido a sorprendentes declaraciones como la del propio presidente del gobierno asegurando que determinadas decisiones judiciales contrarias a Batasuna pueden dificultar el «proceso de paz». Dicha «tolerancia» se ha aceptado a pesar de que en ningún momento ETA ha cumplido las condiciones impuestas por el Congreso de los Diputados.
En retrospectiva se aprecian numerosos ejemplos de una ineficaz «tolerancia» hacia la organización terrorista, que mediante señales equívocas ha alimentado expectativas sobre su hipotético final dividiendo a partidos democráticos cuyo anterior y sólido consenso tanto la había debilitado. Estas tácticas han llevado a los responsables de la política antiterrorista a mostrar en algunos momentos mayor confianza hacia la organización terrorista que hacia el principal partido en la oposición. Así lo refleja el abandono de un Pacto por las Libertades que no se ha reunido en dos años de legislatura. La resolución de mayo de 2005 suponía un significativo cambio de estrategia antiterrorista al abrir la expectativa de negociación con la organización terrorista, si bien en determinadas condiciones. El alcance de esa iniciativa y el compromiso de «búsqueda de posiciones conjuntas» recogido en el Pacto requería que el encargado de dirigir la política antiterrorista -el gobierno-, facilitase información al otro integrante del acuerdo sobre las causas del abandono de la posición hasta entonces mantenida en la que se negaba cualquier posibilidad de diálogo con la banda o su entorno ilegalizado. Dicha información al principal partido de la oposición resultaba imprescindible habida cuenta de los contactos que representantes socialistas venían manteniendo con el entorno etarra desde 2004.
Esta dinámica se mantiene todavía al prescindirse del Pacto por las Libertades mientras representantes del gobierno siguen negociando con Batasuna la constitución de la referida mesa extraparlamentaria y cómo legalizar a los representantes políticos de ETA. Este comportamiento mina la credibilidad del gobierno cuando niega un precio político frente al terrorismo, pues la duplicidad resumida en las líneas precedentes evidencia lo contrario, al respetarse la interlocución con una ilegalizada Batasuna pero no con un partido democrático como el PP, beneficiando por tanto a quienes apoyan la violencia precisamente como resultado de su asociación con el terrorismo. Es, pues, engañoso y perjudicial recurrir a una firmeza más bien retórica cuando el diálogo con ETA no es una ficción o un futurible, sino una realidad materializada en negociaciones con dirigentes de dicha banda y con un partido como Batasuna que continúa actuando como el brazo político de una organización terrorista cuyos dictados sigue fielmente. En estas condiciones, la firmeza del gobierno sólo sería creíble si volviera a aplicarse la estrategia de la negación de cualquier expectativa de éxito para ETA y su entorno que el Pacto por las Libertades suponía y que las actuales negociaciones con Batasuna contradicen.
En un texto publicado en 1997, titulado «Problemas de legitimidad: provocación terrorista y respuesta del Estado», José Ramón Recalde, ex consejero socialista del Gobierno Vasco, escribía: «Al resucitar el tema del diálogo político con ETA y con su entorno político, han provocado un primer efecto. Han conseguido que HB entienda y diga que, sin moverse de sus propias posiciones, ha logrado que los demás se muevan. Con lo cual la patología política de sus militantes -la de la lucha contra toda esperanza- ha disminuido. Un segundo efecto ha sido el desconcierto entre los partidos democráticos. Significa, naturalmente, cambiar sobre lo ya programado, que es que no hay diálogo mientras ETA no deje de matar y cuyo alcance no sea el marco de la Constitución; que, cuando ETA deje de matar, se tratará de la reinserción de los etarras». Las contraproducentes consecuencias del diálogo político con ETA y con su entorno continúan totalmente vigentes hoy cuando el gobierno insiste en mantener tan peligrosa iniciativa a pesar de la falta de voluntad de los terroristas para aceptar la democracia.
(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)
Rogelio Alonso, ABC, 29/11/2006