Plantea el autor una pregunta de lo más provocativa: ¿Deben los demócratas proponerse salvar el Estatuto de Guernica de su extinción definitiva, cueste lo que cueste, como si de una rara especie de lince prehispánico se tratara?
NO es casual que los nacionalistas vascos se preparen a poner de largo el plan Ibarreche a comienzos de otoño; es decir, en vísperas de la celebración del vigésimo quinto aniversario de la Constitución, porque se trata precisamente de eso: de aguar la fiesta ajena. Hablo de una puesta de largo oficial, con fotógrafos y cronistas de sociedad, pues el plan ya está en marcha desde hace unos cuantos años: desde que en 1998 el PNV y EA firmaran con ETA un pacto insurreccional. Tiene razón Mayor Oreja cuando afirma que dicho plan no es sino una etapa más del despliegue de la estrategia acordada en Estella y que el desafío de Atucha, Azcárraga y la mayoría abertzale-comunista del Parlamento de Vitoria al Tribunal Supremo y al Constitucional debe entenderse como otro paso en la progresiva destrucción de la legalidad en el País Vasco. El objetivo es la imposición de una independencia de facto que, en caso de lograrse, obligaría al Estado a pactar con el frente nacionalista la solución que éste decida presentar: un estatuto de comunidad libre asociada, uno de república soviética o de principado episcopal con protectorado sobre Navarra, la Rioja y el Burgo de Osma, u otro de Confederación de Cantones Surrealistas o de Reserva Étnica Soberana de Cromañoides, porque de todo puede haber en los siete borradores que el lehendakari baraja junto al que ya hemos conocido esta semana, y cuya lectura escalonada matará de euskoaburrimiento a más de uno.
Una primera ojeada al texto filtrado me reveló, en efecto, el inconfundible estilo de la nínfula Egeria de Ibarreche: un catedrático de la Universidad del País Vasco (aunque de materia más bien intrascendente), antiguo etarra de los que no caen nada mal a Anasagasti, y plasta verdaderamente peligroso, amén de perceptor simultáneo de dos sueldos públicos. Con todo y haberlo padecido desde temprana edad, leí detenidamente su propuesta. Prometo no perder ni un minuto más en la vida con frivolidades semejantes. O sea que, lejos de una exégesis de esta última -aunque me temo que no final- payasada, al decir de mi amigo Savater, lo que me dispongo a desarrollar aquí es un motivo personal de preocupación, no tan relacionado con la banda de Lizarra como con los partidos democráticos.
Pese a los ensayos de revolución neolítica de Ibarreche y Madrazo, pese incluso a las bombas de ETA contra estudiantes de español (barnetegis e ikastolas no parecen correr gran riesgo, de momento), es previsible que la Constitución resista. Pero el Estatuto de Autonomía va a llegar a su vigésimo quinto aniversario hecho unos zorros, si es que llega. En tal caso, ¿deben los demócratas proponerse salvarlo de la extinción definitiva, cueste lo que cueste, como si de una rara especie de lince prehispánico se tratara? La respuesta no es fácil, por más que lo políticamente correcto sea darla afirmativa. No es, sin embargo, tan sencillo porque, en primer lugar, los nacionalistas intentarán cargárselo -de hecho, se lo están cargando ya, toda vez que necesitan un vacío de legalidad, ya sea esta constitucional o estatutaria, para imponer el plan soberanista- y, en segundo, porque los nacionalistas esperan que los demócratas reaccionen ante esta operación haciendo lo políticamente correcto, de modo que, si la estrategia de Estella, alias Plan Ibarreche, fracasa, cualquiera que haya sido su coste social (incluyendo las muertes por terrorismo que ya se han producido y las que eventualmente se produzcan), puedan aquéllos replegarse a las trincheras abandonadas que los constitucionalistas, por mor de la corrección política, habrán guardado y defendido contra y para sus anteriores ocupantes.
Utilizo la metáfora bélica con total deliberación. No es mía: Aznar la empleó, durante el reciente debate parlamentario sobre el estado de la Nación, en su réplica a Anasagasti. Los nacionalistas, vino a decir el Presidente, nunca han dejado de valerse de las instituciones autonómicas como de una trinchera contra el Estado. Así ha sido, así es y no creo que pueda probarse lo contrario, ni siquiera para un mínimo período de estos ya casi veinticinco años de existencia de la Comunidad Autónoma Vasca. La única duda que esto plantea es si habría sido posible usar este Estatuto, el de 1979, de otra manera. Yo, lo adelanto, creo que no. Creo que el Estatuto de Autonomía fue construido fundamentalmente por los nacionalistas y para uso exclusivo de los nacionalistas, con independencia del hecho innegable de que bienintencionados demócratas de toda laya contribuyeran a su aprobación. Es más, cada vez que fuerzas constitucionalistas han intervenido en la gestión de las instituciones autonómicas vascas, lo han hecho desarrollando programas nacionalistas (como algún antiguo consejero socialista del Gobierno Autónomo Vasco tuvo en su día el valor de reconocer).
Nada de esto debería sorprender a nadie. Hemos vivido durante un cuarto de siglo inmersos en la piadosa ficción de que el Estatuto de 1979 fue hecho a la medida de la voluntad y los sueños de la mayoría de los vascos, nacionalistas y constitucionalistas. Todo, todo ha sido ficción, como lo de que el Estatuto arraigaba en una larga tradición de lucha democrática de los vascos por su autogobierno. ¿Larga?: se remonta como mucho a octubre de 1936, cuando los nacionalistas remisos a defender la República consiguieron del gobierno del Frente Popular el Estatuto de Autonomía que sólo ellos y los comunistas habían venido reclamando y que utilizaron para perder la guerra lo antes posible. Ni socialistas ni republicanos ni monárquicos vascos compartieron esa supuesta tradición tan vasca. Por ejemplo, desde el Sexenio Revolucionario, los republicanos vascos que se manifestaron partidarios de alguna forma de autogobierno -Becerro de Bengoa, Herrán, Gascue, el joven Unamuno en su avatar federalista- defendieron la democratización de los regímenes forales que las oligarquías provinciales habían manipulado contra la revolución liberal. De hecho, esa es la única tradición de lucha por el autogobierno que concitó la unanimidad fuerista -como la ha llamado algún historiador- de los liberales vascos del XIX: la lucha por encajar los fueros en la Constitución. Ni el Estatuto de 1936 ni el de 1979 enlazan con esa tradición democrática. Más fácil sería encontrarles un origen no tan remoto en el Manifiesto de Burgos que inauguró, en 1888, la andadura política de un integrismo del que surgiría Sabino Arana. Ya intuyó Unamuno lo que acabaría dando de sí esa tradición integrista cuando se refirió, en 1904, a la futura emergencia de siniestros comunismos aldeanos. Un siglo después, no cabe pedir mejor definición del conglomerado frentista desde donde se aprestan a aguarnos el cumpleaños constitucional del próximo otoño Ibarreche y Madrazo, Errasti y Otegui, Atucha y los Troitiño.
La cuestión, pues, no está ni medianamente clara. En serio: ¿hay que defender el Estatuto? O, más bien, ¿merece la pena defender este Estatuto?
Jon Juaristi, ABC, 27/7/2003