Naturalmente, hay argumentos para autojustificarse, para explicar por qué no se intenta un consenso. Las posiciones de la derecha pueden ser cada vez más reaccionarias. Pero, ¿nos interesa que se radicalice? ¿Es de interés nacional un supuesto bloque de constitucionalidad del que la derecha esté excluida? Es necesario rescatar al PP para un proyecto bueno para todos.
Manuel Azaña fue una personalidad excepcional en el siglo XX español, con unas dotes oratorias que nunca nadie ha igualado en nuestro país (sus discursos podían ir a imprenta directamente) y de una escritura tan tersa y pulida que hasta las humildes notas que tomaba día a día constituyen una obra literaria. Poseyó una ideología liberal lúcida que le convirtió en un reformista a la altura de los tiempos que corrían. La II República, que le hizo aflorar como político, le convirtió también en su indiscutible piloto: sus diagnósticos y acciones certeras en temas tan difíciles como el de la política religiosa, la militar o la catalana se cuentan memorablemente entre los escasos ejemplos que ofrece nuestra historia de un gobernante que explica y aplica la racionalidad política.
Y, sin embargo, Manuel Azaña cometió un error grave: el de creer y proclamar que la República era sólo de los republicanos. Dicho de otra forma, el de pensar que políticamente España y la República se solapaban a la perfección, y que quienes se situaban fuera de esta última (como hacía la derecha monárquica o quienes como la CEDA de Gil Robles practicaban el posibilismo ante el nuevo régimen) podían y debían ser ignorados. Así, en ningún momento intentó atraer a las derechas religiosas o monárquicas al campo de la República, nunca creyó en la posibilidad de integrarlas en el juego político, simplemente las despreció como representantes que eran de lo más caduco y reaccionario del pensamiento y de la sociedad española. Y es que Azaña, además de un carácter altivo y distante, llevó a su acción política algunas gotas de sangre jacobina.
En la actualidad se presta más atención al jacobinismo como defensor de una noción rígidamente unitaria del Estado o la nación, pero el sentimiento jacobino en política es mucho más profundo que eso. Se relaciona con el sentimiento de la virtud republicana, con la convicción de que las posiciones políticas fundadas en la verdad clara y distinta deben llevarse a la práctica tanto impecable como implacablemente. Se manifiesta en un desprecio intelectual, e incluso personal, por las resistencias retardatarias que opone la tradición al progreso. El jacobino es un temperamento político moralista e intransigente, que no puede sino abominar de la máxima cautelosa que proponía un filósofo conservador como Michael Oakeshott: «Lo importante para una sociedad no es moverse rápido ni lejos, sino moverse todos juntos».
Pues bien, resulta ser una hipótesis hermenéuticamente sugestiva la del paralelismo jacobino entre Azaña y Rodríguez Zapatero. Ella explica, entre otras cosas, la aparente convicción del último de que puede llegar a prescindir políticamente de la parte de la sociedad española que podemos caracterizar como derecha. No, no se trata de recordar la Guerra Civil ni el mito de las dos Españas. A pesar de lo socorridas que resultan las palabras de Marx, la historia no se repite, ni una ni dos veces. De la situación de la II República nos separa un abismo de evolución social y política. Pero hay afinidades en la forma de encarar la acción política entre ambos personajes: su acusado moralismo reformador y su intransigencia con lo que percibe como desigualdades o situaciones de dominación, incompatibles con el republicanismo virtuoso que le inspira su admiración por un pensador como Philip Pettit. La política democrática moderna abusa del moralismo en la definición de las posiciones partidistas, como ha señalado entre otros Fernando Vallespín, pero este sesgo moralista se convierte en estructural en nuestro presidente de Gobierno. Y el moralismo rehúye el pacto o la componenda con lo que percibe como injusto.
Así las cosas, resulta paradójico constatar que las propuestas que hace el presidente a la sociedad española no pasarían siquiera el filtro básico que él mismo impone a las propuestas ajenas. Exige a las comunidades autónomas proyectos de reforma socialmente consensuados y, sin embargo, decide llevarlos a efecto sin intentar siquiera ese mismo amplio consenso en España. A pesar de que todo el mundo reconoce que los proyectos en curso suponen modificar, para bien o para mal, el modelo territorial de reparto de poder y de convivencia, es decir, que revisten una trascendencia objetiva innegable. A pesar de que el umbral de sensibilidad nacional en esta materia es muy pequeño. A pesar de todo ello, convencido como está de tener la razón de su parte (y es posible que así sea), no hace esfuerzo ninguno por hacerla razonable. No es un juego de palabras, porque en la política práctica es básica la diferencia entre lo racional y lo razonable. Y no es razonable pretender realizar cambios de esa magnitud sin contar con una parte significativa de la sociedad afectada.
Naturalmente, hay muchos argumentos para autojustificarse, para explicar por qué no se intenta llevar a cabo un consenso. Los representantes políticos de la derecha se han instalado en el tremendismo, y sus posiciones son cada vez más reaccionarias y negativas. Ese análisis es probablemente cierto, pero no la conclusión que se deriva de ello. La posible deriva reaccionaria del PP hace aún más necesario intentar rescatarlo para un proyecto que se considera bueno para todos. ¿O es que nos interesa en España que la derecha se radicalice, rencorosa, y se sienta excluida del sistema de acuerdos? ¿De verdad es de interés nacional la recreación de un supuesto bloque de constitucionalidad del que la derecha estaría excluida?
La contradicción con el tratamiento que se está dando a otras derivas extremistas es patente. En efecto, se afirma que es de interés general no provocar la radicalización de los nacionalismos periféricos (como se supone hizo Aznar con su característica brutalidad) y, para ello, es conveniente adoptar el pacto y la negociación como línea de conducta con ellos. Por el contrario, no sería en absoluto preocupante que la derecha española se radicalice más y más. ¡Allá ella!, piensa el jacobino seguro de su verdad.
Bueno, no dramatice usted tanto, nos dirán otros. La derecha siempre ha gritado al lobo ante cualquier cambio, también lo hizo en su día ante la Constitución y los Estatutos de Euskadi y Cataluña. Y míreles ahora defendiéndolos con uñas y dientes. Es un argumento socorrido pero que olvida que la derecha que gritaba en 1978 la formaban una docena de parlamentarios de Alianza Popular, mientras que la de ahora representa al 35% de los ciudadanos. Y no es razonable hacer política en los grandes temas sin contar con tanta sociedad. En Euskadi lo teníamos claro. ¿En España no?
(José María Ruiz Soroa es abogado.)
José María Ruiz Soroa, EL PAÍS, 11/10/2005