Todo el sistema democrático esta lleno de medidas para impedir que alguien, una persona, un grupo, pueda hacerse con todo el poder. Es cuestión obsesiva del sistema: el poder nunca debe concentrarse en uno solo. Y por ello se crea algo externo a la voluntad sujetiva de las personas que debe ser respetado por todos: es el gran invento, es la legalidad constitucional.
E l discurso del juez Ruiz Piñeiro ha levantado polvareda en el tripartito. Y sin embargo no ha dicho nada del otro mundo, nada complicado ni nuevo; se ha limitado a recordar el abecé del sistema democrático. El tener que recordarlo y, sobre todo, el que haya motivado críticas feroces, es sin duda una muestra clara del concepto de la democracia del tripartito. Las afirmaciones de que ningún gobernante puede estar por encima de la Ley, que no hay ningún poder ilimitado, ni siquiera el del pueblo, y que la mayoría mecánica no legitima cualquier decisión son en democracia tan elementales como afirmar que la Tierra es redonda, por mucho que algún iluminado diga que es de una llanura infinita.
Es necesario aclarar de forma razonable qué es la democracia para poder identificar y criticar aquellas actitudes no democráticas. Corren entre nosotros montón de tópicos antidemocráticos. Y en este ataque a la democracia se han unido -no hay nada nuevo bajo el Sol- la gente del régimen nacionalista con los representantes posmodernos de la izquierda progresista. Esa izquierda ‘bon vivant’ que nunca ha sido democrática, pero que siempre ha sabido buscarse un sitio en lo políticamente correcto.
Sale el avezado izquierdista de EB reclamando el cese o la dimisión, tanto da, del juez. Pues no. Nadie, ni siquiera el lehendakari, puede destituir al presidente del Tribunal mientras dure su mandato; bueno, sí, otro juez lo podría inhabilitar. Es una de esas reglas tontas de la democracia, menos mal. ¿Qué le parecería al representante de EB que mañana hagamos un referéndum preguntando si queremos que el señor Madrazo siga disfrutando de su sillón de consejero? A lo mejor se enteraba de eso de la mayoría.
Es creencia, asumida por muchos, que la democracia ideal es cuando el pueblo decide directamente los asuntos políticos. La aceptación de la democracia representativa se basa, según este criterio, en que materialmente no es posible, por ser muchos, el que todos los asuntos políticos sean decididos directamente por los ciudadanos. Por ello siempre se trata a la democracia representativa con desdén, como un mal menor que tenemos que aceptar, pero queda la reivindicación de que lo mejor es que decida el pueblo directamente.
Lo digo ya sin rodeos: esto es absolutamente falso. Son afirmaciones que cuando se llevan a la práctica terminan siempre anulando la democracia. La democracia moderna nunca ha prometido, ni pretendido, que el pueblo directamente decida los asuntos políticos, es más, le tiene santo terror a este planteamiento. Me refiero a la democracia moderna, a la que tenemos en los países occidentales y no a la antigua democracia sustentada sobre una sociedad esclavista y que fracasó hace como 2.500 años. Hago ahora otra afirmación: el objetivo de la democracia moderna no es, insisto, que el pueblo decida directamente su futuro, sino que pretende que cada ciudadano pueda decidir razonablemente su propio futuro personal. Es para mí una distinción básica y fundamental. Lo que la democracia pretende es la autodeterminación del individuo, no que el pueblo en masa decida de forma directa los asuntos públicos. La democracia es un sistema, y sigo aquí a Bobbio, que define cómo se elige a los que van a decidir las cosas colectivas, y quiénes están autorizadas a ello.
¿Una asamblea popular que se reúne y elige a un dictador -dicho entre paréntesis, es el gran miedo de la democracia- es legítima? Para mí, la soberanía popular tiene dos elementos de interés. El primero es la afirmación de que el poder no puede estar en manos de uno solo, sea persona o grupo. El segundo es el gran invento de la soberanía popular, que se instaura el 19 de mayo de 1789 cuando el Tercer Estado dice que representa a toda la nación. Y me parece que es fundamental en el sistema democrático. Lo que se afirma con esto es que todos los ciudadanos que habitan el mismo ámbito territorial forman un único cuerpo político. Que no pueden existir categorías diferentes en la representación política. Que la representación es única.
La democracia es fundamentalmente un ‘sistema político’ que plantea que nadie, ni siquiera el pueblo, puede tener todo el poder. Leszek Kolakowski, en un glosario irónico, define la democracia como «sistema en el que todos se imaginan que gobiernan, pero nadie deja de quejarse porque no manda lo suficiente». Algo de verdad hay en ello. La democracia es un sistema en el que nadie en solitario tienen todo el poder, ni siquiera el pueblo, pero en el que todos pueden participar.
Las ideologías se autolegitiman por los objetivos que dicen perseguir. Si lo que quiero es bueno, mi ideología es buena. Los sistemas políticos se deben legitimar por lo que hacen. El ejercicio es lo que da legitimidad a los sistemas. La legitimidad del sistema democrático no está en la soberanía popular sino en su propio ejercicio; es un sistema autolegitimado. Esto se comprueba con las promesas incumplidas. Es una lección que la izquierda debiera grabar a fuego, porque la trampa habitual, la crítica más común desde la izquierda a la democracia representativa es contraponer los objetivos ideales, nunca cumplidos, de su ideología, con los resultados palpables de la democracia «realmente actuante», como decía Bobbio. Analizando ese problema en el comunismo, Witold Gombrowicz lo planteaba como los «problemas técnicos del comunismo». ¿Qué cosas de las prometidas ha cumplido el comunismo? ¿Los obreros tienen realmente el poder político? ¿Viven mejor que en los sistemas democráticos? Estos problemas técnicos son la prueba del algodón de cualquier sistema.
Quisiera hacer una diferenciación entre ideología y sistema, que puede clarificar el debate. Una ideología es un conjunto de propuestas coherentes que proponen un modelo de sociedad en el que se resuelven los problemas más importantes. Sartori afirma que la ideología es un conjunto de ideas que pasan a ser creencias. El modelo por excelencia sería el comunismo.
La democracia no responde a este modelo. La democracia no es una ideología, es fundamentalmente un ‘sistema político’. La democracia no promete construir una sociedad de hombres buenos que han resuelto sus problemas. Es un sistema que intenta garantizar de forma razonable un espacio donde las personas puedan vivir sin matarse, pero que no pretende, en ningún caso, buscar la solución definitiva. Es más, detrás del sistema se esconde la afirmación de que una sola solución no existe: intenta gestionar las divergencias, que se reconocen positivas e innatas a la naturaleza humana.
ahora que hablamos de naturaleza humana, quiero hacer un inciso sobre esto, más en concreto sobre el mal. Porque la diferencia entre la democracia como sistema y las ideologías es la forma que tienen de reconocer el mal. Normalmente las ideologías reconocen que existe el mal en el mundo. Pero afirman que la causa del mal es ajena y exterior a su propia ideología, y obviamente ajena a las personas que defienden esa ideología. Claro que existe el mal, dicen las ideologías, pero es consecuencia del sistema, de la globalización, de las otras ideologías que quieren perpetuar las injusticias. Pero nosotros vamos a cambiar el sistema, vamos a hacer frente a la globalización, venceremos a las otras ideologías que quieren perpetuar las injusticias, y entonces el mal desaparecerá.
La visión de la democracia es totalmente diferente sobre este tema. El sistema democrático reconoce que el mal está dentro de cada uno de nosotros. El sistema democrático reconoce la naturaleza humana en su realidad: el hombre tiene tendencias al mal y al egoísmo, pero también a la bondad y al heroísmo. La democracia piensa mal de todos y por eso pone medidas. No dice que no haya personas buenas. Toma las medidas para que las personas buenas no puedan convertirse en malas en el ejercicio del poder. Cuentan que un viejo socialista eibarrés, en la época de la República, cuando había que elegir un cargo solía decir: ‘Gure artean onena behar dogu hautatu, eta gero, lapurrik handiela legez zaindu’. ‘Debemos elegir el más honesto de nosotros y, después, controlarlo como si fuera el mayor ladrón’. Esta afirmación resume el espíritu del sistema democrático. Todo el sistema democrático esta lleno de medidas para impedir que alguien, una persona, un grupo, pueda hacerse con todo el poder. Es cuestión obsesiva del sistema: el poder nunca debe concentrarse en uno solo. Y por ello se crea algo externo a la voluntad sujetiva de las personas que debe ser respetado por todos: es el gran invento, es la legalidad constitucional.
Andoni Unzalu, EL CORREO, 18/10/2008