¿Quién teme al lobo feroz?

Mucho más que nuestras finanzas o nuestra economía, quien de verdad ha demostrado su auténtica insolvencia en España es la política. Está en bancarrota. ¿Sería tan malo llegar a que unos reguladores extranjeros nos impusieran lo que sabemos que es necesario pero que no queremos hacer nosotros mismos?

S nuestro país le amenaza, se cuenta, un lobo feroz. Es un lobo un tanto borroso y abstracto al que llaman ‘los mercados’, pero cuya mordedura parece ser muy real y fatal para los desvalidos corderos (o países) a los que apresa y derriba: pues les impone algo espantoso, la intervención de su economía por terceros, sean éstos el FMI o la Unión Europea, que son los que dictan a partir de ese momento un plan de ajuste y reforma para el país derribado. Plan que resulta algo así, también cuentan en voz baja, como una dolorosa cura de caballo para las sociedades concernidas.

Si ustedes me lo permiten, y sin pretensiones de ser tomado en serio, propongo como hipótesis una visión distinta, una visión en la que no todos los lobos son malos ni feroces, ni todos los corderos inocentes, como en el poema de José Agustín Goytisolo. En otras palabras, pregunto, ¿sería tan malo para un país como España ser intervenido por instancias internacionales?

Contamos con un antecedente: en 1959 se produjo una auténtica intervención encubierta de la economía española por el FMI y la OECE, que se materializó en el Plan de Estabilización: esta intervención puso fin a la política autárquica del régimen, abrió la economía a la inversión y la competencia, desregularizó los precios, etc. Su efecto inmediato fue una contracción brutal, pero gracias a esas medidas se inició a partir de 1960 la década prodigiosa que permitió a nuestra economía despegar y crecer al 6% durante muchos años. Más aún, se produjo una acelerada y sostenida modernización económica y social que constituyó uno de los factores que más facilitaron posteriormente la transición pacífica a la democracia tras la muerte del dictador. Lo que éste no hubiera hecho por sí mismo, se hizo porque los mercados avisaron de que en el Banco de España quedaban divisas para pagar sólo veinte días más de suministro de petróleo.

Hoy en día nos encontramos en una situación distinta, claro está, pero solo parcialmente distinta. Es cierto que los males que atenazan a la economía española los conoce todo el mundo entre nosotros, podríamos incluso decir que hay un acuerdo casi unánime en su descripción. Escuchen a cualquiera de nuestro políticos o economistas de referencia y oirán el mismo diagnóstico sobre lo que hay que hacer: una enseñanza de calidad, un mercado de trabajo más flexible y eficiente en la asignación de recursos, I+D+I, una administración pública eficaz no solapada, política energética, un nuevo modelo económico, y así. Lo que nadie sabe es cómo hacerlo y, sobre todo, lo que nadie está dispuesto es a arrostrar con la parte negativa de las tareas, que son siempre su efecto inmediato sobre el paciente. Tomar medicinas nunca fue placentero.

Si ello es así, y pocas dudas parecen existir al respecto, ¿sería tan malo llegar a un momento y situación en que unos reguladores extranjeros nos impusieran obligatoriamente lo que sabemos que es necesario pero que no queremos hacer nosotros mismos? Claro está, la dignidad y el orgullo patrio se resentirían, muchos lo tomarían como un ridículo nacional, se acentuaría el síndrome pesimista tan característicamente hispano, pero es dudoso que desde una perspectiva objetiva a largo plazo fuera algo negativo. Quizás, ¿por qué no?, nos pondrían en la senda del crecimiento posible, como sucedió en 1959.

Lo que sucede, y probablemente esto es lo más relevante, es que una intervención de esta clase pondría crudamente de manifiesto el más profundo y serio de nuestros males. Porque mucho más que nuestras finanzas o nuestra economía, quien de verdad ha demostrado su auténtica insolvencia en España es la política, por lo menos la política tal como se practica efectivamente. Puesto que no es capaz de implementar las soluciones que ella misma sabe y reconoce como necesarias, y se dedica por el contrario a generar nuevos conflictos añadidos y superfluos. La política española está en bancarrota, ese es el diagnóstico cruel que ni el Gobierno ni la oposición quieren escuchar, por mucho que la situación real de las cosas lo esté gritando.

Permítanme otro ejemplo: hace unos años se llegó a disolver un Ayuntamiento y a privarle de su autogobierno, porque su política había llegado a cotas de autismo ineficaz inadmisibles. Obvio que ni España ni sus instituciones políticas pueden ser disueltas, ni su gobernación asumida temporalmente por un equipo de expertos internacionales (aunque es una hipótesis atractiva). La democracia nos obliga a gobernarnos a nosotros mismos, pero ello resulta ser a veces más una pesada carga que una magnífica tarea. Y esta es una de esas ocasiones.

Por eso, sobre todo por eso, porque una intervención internacional de nuestro país podría resultar el sopapo cruel que la política española precisa para reingresar al mundo que abandonó hace ya mucho, el mundo humilde de intentar dar solución a los problemas en lugar de crear otros ficticios, sólo por eso me pregunto: ¿sería tan malo dar en la quiebra?

José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 24/1/2011