El nacionalista siempre se cree el dueño de la nación; por eso es tan difícil conciliar nacionalismo con democracia. Antes Grecia, ahora Irlanda: esta es la independencia de los estados europeos. Sólo una Europa política unida y democrática nos ayudará a superar la crisis económica, no los soberanismos que tienden a desintegrarla.
Una irónica paradoja hace que coincidan la pérdida de soberanía que supone para los irlandeses la intervención económica de la UE y el FMI con unas elecciones catalanas en las que se presentan varios partidos –algunos muy importantes, como CiU y ERC– que se declaran soberanistas porque consideran que Catalunya es una nación y toda nación tiene derecho a un Estado independiente. ¿No estarán utilizando estos partidos fórmulas políticas de otros tiempos? ¿Son compatibles sus posiciones con la actual fase histórica de una Europa integrada en una economía globalizada?
Cuando se escucha a los dirigentes políticos de estos partidos uno tiene la sensación de que en lugar de patriotas son simplemente partidistas, es decir, aparentan la defensa de Catalunya pero en realidad lo que pretenden es, simplemente, obtener más poder político para ellos. CiU y ERC compiten para demostrar quién es más nacionalista y por esta razón se ven obligados a elevar el listón de sus reivindicaciones. En estos últimos años, ERC ha ido abandonando el catalanismo político tradicional y se acerca a posiciones muy semejantes a la Liga Norte italiana, que basa su nacionalismo más en cuestiones económicas que identitarias, especialmente su rechazo al poder de Roma y la insolidaridad con las zonas pobres del sur.
CiU, por su parte, aunque teóricamente no ha abandonado el pujolismo, lo está matizando con un rumbo nuevo, en parte obligado por la competencia con ERC, en parte por la ambición de poder de su núcleo dirigente más joven. En efecto, su finalidad inmediata ya no es alcanzar una mayor autonomía dentro del marco constitucional, sino llegar a unos indeterminados y confusos niveles de «soberanía» financiera. En el fondo, han llegado a la conclusión de que el poder real está en el control de la caja y que la identidad catalana debe limitarse a ser la música, el chinchín, que permita vender esta mercancía.
El nacionalismo pujolista siguió la estela de Prat de la Riba, muy influido por el historicismo romántico alemán pasado por el tamiz de la derecha francesa de su época. La Catalunya de Pujol no es muy distinta a la de Prat: un pueblo cuya identidad colectiva estaba determinado por la lengua catalana, la tradición histórica, el derecho y una milenaria forma de ser. En esta línea, los ideólogos nacionalistas establecen las reglas y los demás deben obedecerlas: quien no encaje en el modelo es considerado anticatalán. Los dueños, los propietarios del país son, ya se sabe, quienes mandan, sobre todo quienes mandan callar.
En el debate electoral del pasado domingo en TV3, Artur Mas, en un memorable acto de prepotencia, hizo un clara demostración de todo ello. Recordemos el contexto. La conversación transcurría en catalán pero dos de los participantes hablaron, durante un rato, en castellano. Uno de ellos, además, aludió al conocido caso de corrupción que afecta al Palau de la Música, ligándolo a la financiación ilegal del partido de Mas, a propósito de un obsceno vídeo de propaganda de CiU en el que un monigote envuelto en la bandera española roba la cartera a un catalán. El objetivo, obviamente, era trasmitir el mensaje de que España roba a Catalunya. Se le reprochó a Mas que invocara unos supuestos robos, pero olvidara los reales, comprobados y admitidos: el saqueo del Palau. En ese incómodo ambiente, el candidato de CiU puso cara de decir ¡vamos a ver quién manda ahí! y encarándose con el representante de Ciutadans exclamó en tono paternalista: «Mire si este país es tolerante que usted viene a la televisión pública de Catalunya y puede hablar en castellano».
La frase no tiene desperdicio. Retrata a quien la pronuncia y a la ideología que la ampara. «Soy el dueño, el propietario del terreno», parece decir Mas: por ello habla en nombre del país y no en el suyo propio. Pero añade: dado que soy un dueño bondadoso y compasivo, tolero que usted pueda hablar castellano en esta televisión pública. Como es pública, considera Mas, es la de los catalanes de verdad como yo, no como usted. Me recuerda a unas anteriores elecciones en las que Jordi Pujol replicó a Manuela de Madre, la política socialista no nacida en Catalunya: «Usted hace sólo cincuenta años que está aquí, yo hace quinientos». La legitimidad de origen, la legitimidad monárquica.
El nacionalista siempre se cree el dueño de la nación: por eso es tan difícil conciliar nacionalismo con democracia, a menos que el nacionalismo sea, simplemente, la expresión del natural aprecio, cariño, amor, como se le quiera llamar, por el lugar en el que vives, has nacido o has pasado parte de tu vida. Artur Mas debería saber que no es él, ni ninguna otra persona, quien da permiso para hablar una u otra lengua, sino que es sólo la ley, la ley democrática que nos hemos dado entre todos, la que puede hacerlo y la que protegía la libre opción lingüística de los participantes en el debate. Antes Grecia, ahora Irlanda: esta es la independencia de los estados europeos. Afortunadamente. Sólo una Europa política unida y democrática nos ayudará a superar la crisis económica, no los soberanismos que inevitablemente tienden a desintegrarla.
Francesc de Carreras, LA VANGUARDIA, 25/11/2010