¿Y ahora?

J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 15/7/12

Sorprende que el Gobierno español se empecine en una postura numantina de resistencia a lo fallado por el Tribunal de Estrasburgo, en lugar de aceptar con humildad el tirón de orejas que la justicia europea nos ha dado

La reciente sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre la llamada ‘doctrina Parot’ no ha hecho sino confirmar lo que muchos nos sospechábamos ya desde hace años: que el invento del Tribunal Supremo español, por mucho que cargado de buenas intenciones políticas, era jurídica y democráticamente un imposible. Que no se pueden cambiar las reglas de juego a mitad de partido cuando están en juego derechos fundamentales como es el de libertad personal. Esto es tan evidente que sorprende que el Gobierno español se empecine en una postura numantina de resistencia a lo fallado por el Tribunal, en lugar de aceptar con humildad el tirón de orejas que la justicia europea nos ha dado. Siempre dijimos aquello de que en la lucha antiterrorista «no había atajos», pues ahora toca reconocerlo prácticamente.

Quienes argumentan que el Tribunal de Estrasburgo no es una tercera instancia judicial superpuesta a los tribunales internos y que sus sentencias no son directamente ejecutivas en los países miembros (salvo en aquellos que lo han establecido así expresamente por ley interna, que son muy pocos) tienen razón en el plano técnico. Salvo en lo que se refiere a la indemnización de perjuicios, el Tribunal se limita a ‘declarar’ que ha existido por parte del Estado demandado una violación de un derecho humano de los recogidos en el Convenio Europeo, pero no anula ni invalida la decisión del órgano administrativo o judicial de ese Estado que generó la violación. Es por eso por lo que, en numerosas ocasiones, nuestros Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional han declarado que las sentencias de Estrasburgo no son causa de revisión o anulación de las previas decisiones judiciales españolas que violaron un derecho de los del Convenio Europeo.

Ahora bien, esto es así en el plano puramente técnico. Porque en el plano substantivo existe una consolidada doctrina del Tribunal Constitucional (por ejemplo, las sentencias de 16 de diciembre de 1991 y 3 de julio de 2006) que establece que si la violación del derecho declarada por el Tribunal europeo está todavía produciendo efectos materiales concretos y actuales en España, entonces esos efectos deben ser corregidos de inmediato mediante el expediente de anulación que sea necesario. En concreto, si la decisión declarada contraria al Convenio Europeo de Derechos es por ejemplo, una sentencia de privación de libertad dictada en un juicio irregular y está todavía produciendo efectos materiales en España (es decir, el condenado está todavía en prisión), entonces esa situación debe corregirse no bien se declare que el juicio fue irregular. Porque no puede admitirse que una situación que ha sido declarada lesiva e infractora de derechos humanos básicos siga existiendo de hecho ni un minuto más una vez que ha sido declarada como tal.

Por eso no tienen razón alguna quienes invocan abstracciones y antiguallas como la ‘soberanía nacional’ para pretender que la decisión del Tribunal Europeo no produzca efectos substantivos en nuestro país. Y no sólo por eso. Es que la misma concepción de la soberanía como una especie de depósito de poder en manos de la nación es radicalmente inadecuada en una democracia constitucional como la nuestra. La única soberanía que existe en ella es la soberanía de los ciudadanos, y radica en el blindaje de sus derechos como personas y ciudadanos. Decisiones judiciales que protegen esos derechos, como la de Estrasburgo, no pueden por definición atentar a la soberanía sino que son la misma expresión de ese nuevo concepto de soberanía.

Cierto que el Reino de España puede solicitar una revisión de la sentencia ante la Gran Sala del Tribunal, revisión que es facultativa y no obligatoria (no se trata propiamente de un recurso y el Tribunal sólo admite tramitar la revisión en contadísimas ocasiones). Ahora bien, mantener en prisión a la persona afectada mientras se decide sobre su admisión parece contrario al juego respectivo de la regla y la excepción en materia de derechos básicos. La libertad es la regla general por lo que mientras no exista una sentencia firme en su contra, debe prevalecer sobre una hipotética excepción.

En cualquier caso, más allá de este caso particular y concreto, lo que las instituciones españolas afectadas deben comenzar a hacer, con tranquilidad pero también con urgencia, es diseñar un protocolo de actuación para todos los casos de terroristas afectados por la ‘doctrina’, sin necesidad de esperar a que vayan goteando las sucesivas sentencias individuales de cada uno de ellos en el futuro, que es a lo que nos conduciría la postura numantino-soberanista que inicialmente ha adoptado el Gobierno. Porque ese goteo sería una mancha gigantesca sobre la calidad de nuestro Estado de Derecho.

En España se está produciendo un fenómeno preocupante: la sensación de derrota que muchos sienten ante la hiriente y políticamente mal gestionada reincorporación de los radicales proterroristas a la vida pública se intenta compensar subliminalmente con una exacerbación punitiva sobre los terroristas convictos. Se le exige a la política criminal lo que la política real no hace, es decir, que se haga justicia no sólo al crimen, sino también al pasado terrorista. Algo de esto ha habido, incluso, en las decisiones del Tribunal Constitucional, que ha parecido que quería compensar su admisión de Bildu a la vida política con su tolerancia ante la ‘doctrina Parot’. Y conviene recalcar que esta especie de compensación no es posible en el Estado de Derecho, que no puede hacer excepciones a sus principios básicos por mucho que la indignación popular lo pida.

J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 15/7/12