El Correo 2/12/12
J.M. Ruiz Soroa
No acaban de entender la razón por la cual toda la intelectualidad española proclama compungida que, desde hoy mismo, hay que encontrar la forma de que los catalanes estén contentos en España
La actualidad estrepitosa pide a este opinador que diga algo sobre el reciente viaje a ninguna parte del nacionalismo catalán. Se lo exige, casi. Y, sin embargo, hay algo en él que le hace rebelarse contra esta exigencia. Y es que –me digo– ¿por qué siempre tenemos que estar en España hablando de las últimas ocurrencias de los nacionalistas catalanes o vascos? ¿Es que en el resto del país no sucede nada digno de atención? ¿Sólo ellos merecen interesarnos por sus cuitas? ¿Por qué no hablar de lo que queda de España en lugar de devanarnos los sesos con las tribulaciones metafísicas de los periféricos?
Por eso, en lugar de con catalanes hablo con un amigo conquense. ¿Qué hay por ahí? Lo primero, me dice, estoy muy orgulloso de la calidad de la ciudadanía de aquí, que ha asumido con toda naturalidad (incluso con un cierto deje de indiferencia) la reciente reclamación de independencia de Cataluña. Hace unos años, no tantos, se hubiera montado una verbena patriótica para defender la sagrada unidad. Estos meses, por el contrario, las gentes han mirado con un cierto asombro el estallido catalán, pero sin acritud ninguna y, sobre todo, sin excitarse. Han visto cómo llovían sobre sus cabezas los más curiosos improperios del catalanismo, que les acusaba al tiempo de robar a ese país, de despreciar su cultura y de intentar imponerles otra identidad. ¡Vaya pataleta absurda!, han pensado, deben referirse a otros, no a nosotros. Se han reído un poco cuando los catalanistas han hablado de ejércitos y sables, meneando la cabeza con sorna: ¡pues sí que están los tiempos para golpes militares! Les ha resultado un pelín patético ese recurso de los catalanistas a la amenaza de la fuerza para hinchar su fervor. Al final, la mayoría ha pensado que, si de verdad nos ven así, mejor que se vayan, que ya nos arreglaremos sin ellos. Aunque también muchos han rumiado que no, que en el fondo no quieren irse, que sólo quieren gritar para mamar.
Y este es el punto que tiene un tanto escamados a los conquenses. El por qué en este país nuestro sólo maman los que gritan. No acaban de entender la razón por la cual toda la intelectualidad española proclama compungida que, desde hoy mismo, hay que encontrar la forma de que los catalanes estén contentos en España, que hay que reformar el Estado para que estén cómodos y se sientan queridos. Que hay que federalizar el Estado, como dicen los más finos. Pero bueno, si ellos son los que han armado el lío, que lo solucionen ellos, dicen los de Cuenca. Si tienen un problema tan gordo para ser ciudadanos de este Estado, ése es su problema, no el nuestro. ¿Por qué debemos asumir como propio el problema de ellos, por qué siempre tenemos nosotros que dar para que ellos vuelvan otra vez a quejarse? Los conquenses son en esto muy castizos y de mente un tanto cuadrada: cada uno debe resolver sus problemas, no endosárselos a los demás como si fueran de todos. Porque no lo son. Y resulta un tanto pueril pedirnos ahora que les demos besos a los catalanes para que se sientan estimados. Que se aclaren ellos solitos sobre sus sentimientos, que ya son mayores para hacerse un psicoanálisis.
Además, dicen en Cuenca –en voz baja– ¡vaya momento han buscado los señoritos para montar el pollo! Seguro que hubo ocasiones mejores, en que podían causar menos daño de imagen al resto que no éstos de presión en los mercados. Aunque la provincia está tierra adentro, hay quien menciona incluso eso de los barcos y las ratas.
En el fondo, a los de Cuenca esto de los nacionalismos hispanos les recuerda el cuento famoso de la ‘apuesta de Blaise Pascal’, aquel estricto francés que defendía el acierto lógico de apostar por la existencia de Dios puesto que, si existía, nos premiaría, y si no existía, nada perdíamos. Pues bueno, dicen, los nacionalistas parecen pascalianos permanentes de la política española: no cesan de hacer apuestas arriesgadas por uno u otro plan de más autogobierno, más nación, más poder, más lo que sea. Si sale cara, ya lo tienen; si sale cruz, no pierden nada porque el resto del Estado no se atreve a cobrarles la apuesta. Ser político nacionalista es un chollo, dicen los de Cuenca: salga lo que salga, ganan. Pero ganan porque los demás tenemos el complejo de la deuda impagable: los españoles tenemos con las naciones oprimidas una deuda imborrable e infinita, una verdadera hipoteca perpetua. Nunca la pagaremos, según parece. Hay quien dice, en este sentido, que Pascal se equivocó de medio a medio: porque si Dios existiese no dejaría de castigar a alguien tan hipócrita como para hacer apuestas sin creer en él. Pues eso, dicen algunos conquenses, ¿cuál es el coste a pagar por las apuestas catalanas fracasadas?
Mi amigo de Cuenca se vuelve un tanto pesado en este punto. No parece, me dice, sino que España es como un equipo de fútbol en el que juegan unos Messi o Ronaldo, a los cuales hay que pagar sueldos muy por encima de los demás y que, además, pueden jugar con poco esfuerzo y reclamar la pelota. No parece sino que para España es un lujo tener en el equipo a Cataluña y Euskadi, y que ese lujo hay que pagarlo en privilegios y tratos de favor. Y, dice el hombre, los de Cuenca preferimos, si se nos aprieta, jugar solos, sin estrellas que salen tan caras y que, encima, nos recuerdan todos los días que no estamos a su altura. Que se vayan a jugar a otra liga, y nos dejen la nuestra humilde. Los de Cuenca, en pocas palabras, no entienden muy bien por qué en España damos a unos pocos tanta capacidad para hacerse las víctimas y llorar, mientras a los muchos que tiran del carro les recriminamos por su insensibilidad y les pedimos más comprensión para las pobrecitas víctimas del centralismo. Pero tampoco les interesa mucho el asunto, no crean.