JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • En la negociación del pacto de Bruselas, Sánchez asumió los estándares de discreción de los dirigentes de la UE con consciencia de que su interlocución era débil
Al margen del acuerdo sobre el fondo de reconstrucción, indudablemente positivo, el único posible en la medida en que lograba una transacción viable y respondía con coherencia a una recesión por completo diferente a la de 2008, global y sanitaria, hay que señalar algunas rectificaciones de Pedro Sánchez que entró en el espacio europeo en primavera como elefante en cacharrería. Aquel artículo de «Europa se la juega» del 4 de abril pasado demostró que el presidente estaba lejos de dominar el lenguaje y los modos tradicionales en la Unión.

Hizo entonces un emplazamiento que no gustó allí donde iba dirigido. Al tiempo, puso el listón a una altura imposible: pidió que la deuda europea se mutualizase sin proponer que las políticas económicas y fiscales lo hiciesen también («Conjura contra España» en este diario el 7 de abril pasado), y sin observar actitudes prudentes cómo las de otros dirigentes europeos de países también azotados por la pandemia.

Tras el revés de la frustrada candidatura de Nadia Calviño a la presidencia del Eurogrupo el 9 de julio, un día después de sus poco afortunadas declaraciones al ‘Corriere de la Sera’, Sánchez adquirió conciencia de la realidad política europea en su duro periplo por los Países Bajos, Francia, Suecia y Alemania. Dejó de emplazar a la Unión y se comportó según los estándares prudenciales de sus colegas.

Y culminó el acierto de su rectificación con un perfil bajo y silencioso durante la cumbre, con expresiones siempre de conciliación y cautas («todos somos europeístas»). Entendiendo que su interlocución en el debate —con Presupuestos prorrogados y un 2,9% de déficit público— era débil para enfrentarse a los «frugales», se retranqueó y se resguardó en los discursos de Merkel y de Macron.

También fue realista al asumir que las expectativas creadas eran excesivas. Incluso las planteadas por Berlín y París. Bastante ha sido —histórico, efectivamente— que se mancomune (no mutualice) la deuda para sufragar el fondo de 750.000 millones de euros; bastante también que de los 140.000 millones de euros que nos corresponden más de la mitad los recibamos como transferencias. Y lógico que se aceptasen unas condiciones que introducen a la Unión en una nueva fase: presentación de un plan de inversiones y reformas, vigilancia de ambos por la Comisión, freno de emergencia —pero no veto— de todos los países respecto del que se considere incumple los propósitos del fondo y rebotes a los Estados más saneados al modo de los cheques de devolución británicos.

Este conjunto de medidas implica, y el presidente no lo ha negado, que determinadas expectativas del programa del Gobierno de coalición no podrán ejecutarse, o no podrán hacerlo en los tiempos y circunstancias previstos. Se asume, pues, que algunas aspiraciones —de salida, excesivas— se han frustrado. El realismo aconseja considerar que la frugalidad como concepto político-económico ha tomado cuerpo argumental en la UE.

Por fin, el regreso de Sánchez a Madrid ha consistido en una puesta en escena triunfal. Decenas de periodistas se levantaron el martes con un mensaje de Moncloa en sus móviles glosando el éxito de la cumbre y señalando que los objetivos del Ejecutivo español en el reparto del fondo se habían cumplido al 95%. Luego, Pedro Sánchez era recibido por sus ministros en Moncloa con una sostenida y cálida ovación. Las cámaras estaban ahí, las imágenes se distribuyeron y a mediodía del martes se hacían virales. Su grupo parlamentario reiteró el aplauso. Giuseppe Conte también lo recibió en Italia, aunque de toda la Cámara. La crítica a ese exceso de complacencia desconoce los nuevos códigos emocionales de la comunicación política.

Aunque la doctrina oficial predica que todos los acontecimientos —sean de una naturaleza o de otra— tienden a consolidar al Gobierno de coalición, la realidad es que los últimos propician la mayor musculatura política del PSOE en el Consejo de Ministros y la merma de la potencia de su socio menor. Ocurrió con las elecciones en Galicia y en el País Vasco. Ocurre ahora con el pacto de Bruselas. Que ha sido elaborado por socialdemócratas, conservadores y liberales, tres fuerzas convencionales en la construcción europea entre las que el PSOE se ha vuelto a sentir, así lo parece, mucho más cómodo ahora que hace solo unos meses. Esta disrupción en el socialismo español, además de ganar terreno a UP, le permite con el respaldo de los compromisos asumidos en Bruselas, elaborar un plan de inversiones y reformas y practicar políticas más alineadas con la Unión Europea en las que podrían converger Ciudadanos y hasta el PP, lo que está mosqueando a Podemos, aunque menos a IU, de cultura PCE y, por lo tanto, enseñada en el pragmatismo.

Ahora, hay que combatir los rebrotes del coronavirus para evitar una transmisión que nos obligue a reiterar medidas generalizadas y drásticas, debatir el Presupuesto —piedra de bóveda de la legislatura e instrumento para implementar las ayudas europeas— y abordar las elecciones de Cataluña que se celebrarán antes de fin de año.

Si todo esto se puede producir de la manera más integradora y en un terreno ideológico de templanza, mejor que mejor. Será el indicador de que el Gobierno y parte de la oposición rectifican su rumbo de colisión y nos recuperará así de la desesperanza que provocan las expectativas inverosímiles de un Sánchez que ha regresado de Bruselas mejor de lo que fue: efecto Europa. Se lo debemos al Viejo Continente. Ortega y Gasset ha vuelto a tener razón: «España es el problema y Europa la solución». Una frase del filósofo madrileño dicha nada menos que en 1910, hace más de un siglo. ¡Qué lucidez!