Carlos Sánchez-El Confidencial
- Estas autonómicas se leerán en clave nacional. Pero su realidad es mucho más compleja. La vieja Castilla ya no tiene nada que ver con el mito heroico de la construcción de España
«Yo dudo mucho que en Castilla, que en palabras de Ortega hizo a España y, posteriormente, hizo mundos, exista una conciencia regional profunda, acrisolada y firme» sostenía Miguel Delibes al comienzo de la Transición. Al fin y al cabo, proseguía el escritor vallisoletano durante una entrevista en TVE, «el pasado de Castilla es el pasado de España». Castilla hizo a España y España la deshizo, llegó a decir en alguna ocasión el filósofo madrileño. Mientras que Machado, en plena desesperanza y amargado sobre el futuro de España, hablaba de una «Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora».
Y es que el pasado, siempre el pasado, pesa tanto sobre Castilla que incluso dos de sus provincias, Segovia y León, llegaron a coquetear con la ‘secesión’, también por razones históricas, al principio de la etapa constituyente de Castilla y León como comunidad autónoma. Una conjunción, la ‘y’ salvó el debate de la mejor manera posible en el caso de León, que es la cuna de Castilla, aunque la cuestión sigue coleando, mientras que Segovia, que en 1979 se había retirado de la integración provincial, retornó años más tarde al redil autonómico. Otra se fue, Santander, y con ella su salida al mar.
Cuando Fernández Mañueco disolvió las Cortes de Castilla y León no miró hacia el pasado, sino más bien hacia el futuro. Por supuesto, el futuro de su Gobierno tras romper con Ciudadanos de forma abrupta, pero también sobre el futuro de su partido y de su líder. De hecho, la convocatoria forma parte de la estrategia de Génova para desgastar al presidente Sánchez. Primero, Madrid; después, Castilla y León y, finalmente, Andalucía. Como los diez negritos, pero en versión territorial. La suerte final de la partida de ajedrez, con parada intermedia en las municipales, se debería jugar a finales de 2023, que es cuando formalmente acaba la legislatura. Entonces se sabrá si se han movido bien las piezas.
El tablero político
El tiempo más inmediato, sin embargo, dirá —apenas faltan unas horas para conocer el resultado— si la estrategia de Mañueco-Casado (o viceversa) está siendo la acertada o, por el contrario, el PP ha cometido un error de los que quedan marcados en rojo. Lo que está fuera de toda duda es que por primera vez desde que Castilla y León accedió a la autonomía, en 1983, la región condiciona no solo la gobernabilidad de España, sino también la estrategia de la oposición.
Desde luego, no por su peso específico en términos políticos (como sucede con el País Vasco) o económicos y demográficos —representa apenas el 4,8% del PIB de España y el 5,1% de la población—, sino porque por primera vez acude en solitario a unas elecciones autonómicas sin el paraguas de las municipales o las europeas. Precisamente, porque se ha querido que el 13-F sea una pieza central en el tablero político, aunque no sin riesgos. Un resultado adverso para el PP introduciría un factor de inestabilidad en el liderazgo de Casado que hoy es imposible de medir.
No en vano, ha sido el aparato de Génova quien ha querido convertir unas elecciones regionales en nacionales. O Sánchez o Casado. El PSOE, ‘a priori’, tiene menos que perder. Paradójicamente, porque cuenta sus participaciones electorales con derrotas, salvo en 2019, aunque en un contexto muy singular. Ganó Tudanca (35 procuradores) y perdió Mañueco (29 procuradores), pero gobernó el PP junto a Ciudadanos, lo que viene haciendo desde 1987, cuando todavía existía el Muro de Berlín. Fueron 46.011 votos de diferencia, la cuarta parte de los 205.855 que obtuvo Ciudadanos, y que hoy, si se confirman las encuestas, son el botín a repartir.
Las elecciones en solitario de Castilla y León —un terreno históricamente reservado a Cataluña, País Vasco, Galicia y Andalucía— se celebran, por si no fuera suficiente, en medio de una pandemia que remite, pero que aún puede influir de forma decisiva en algunas circunscripciones. Entre otras razones, porque los comicios se celebran en lo más crudo del invierno, que es un factor muy a tener en cuenta en la segunda comunidad autónoma más envejecida de España (tras Asturias), con una media de edad de 47,87 años.
Castilla y León, no hay que olvidarlo, ha sido tradicionalmente una de las regiones con mayor participación electoral, pero los primeros datos conocidos no van, precisamente, en esa dirección. Difícilmente se alcanzará el 70,71% registrado hace casi tres años cuando las elecciones eran concurrentes. Lo que se sabe, por el momento, es que el voto por correo se ha desplomado un 40% respecto de los comicios de 2019, lo que indica que cualquier resultado va a estar condicionado por el nivel de abstención.
Los castellanoleoneses llamados a las urnas son casi 2,1 millones, pero donde realmente se deberían jugar las elecciones es en dos de las nueve provincias: Valladolid y León, que representan el 41% del censo. Ahora bien, esta supremacía demográfica está matizada por la ley electoral que introduce un importante sesgo en aras de garantizar la cohesión territorial.
Soria vs. Valladolid
Aunque la circunscripción electoral es la provincia, la ley asigna a cada una de las nueve un mínimo de tres procuradores, independientemente del tamaño del censo, y uno más por cada 45.000 habitantes o fracción superior a 22.500 electores. El resultado es que Soria, con cerca de la sexta parte de los habitantes que tiene Valladolid, tiene derecho a elegir la tercera parte (5 procuradores) de los que saldrán elegidos en la capital castellana. O lo que es lo mismo, cada representante del pueblo cuesta en Soria (sobre el censo electoral) 15.249 votos, casi la mitad que en Valladolid, donde obtener un procurador cuesta 28.734 papeletas.
Y es que la demografía lo condiciona todo, o casi todo, en Castilla y León, hasta el punto de que el número de procuradores a elegir no deja de bajar. En las primeras legislaturas, fueron 84; en las siguientes, 83. En la penúltima 82 y en la que empezará a partir de la proclamación de las candidaturas, 81. Es decir, un declive sostenido en el tiempo que solo refleja lo que todo el mundo sabe: Castilla y León pierde población, pero en contra de lo que se suele creer, no de forma tan abrupta como de manera intuitiva puede parecer. Desde luego, en las últimas dos décadas.
Desde que comenzó el siglo, según Estadística, la región —2,467 millones de habitantes en 2020— ha perdido 76.300 habitantes, es decir, el 3%. No parece mucho a la luz de los ríos de tinta que corren sobre el futuro demográfico de la región. Lo que está pasando es, ni más ni menos, que en Castilla y León está ocurriendo lo mismo que sucede en otras regiones españolas, en las que se producen emigraciones interiores hacia las grandes ciudades para aprovechar lo que los especialistas denominan economías de aglomeración. Es decir, movimientos poblacionales en busca de nuevas oportunidades que no se encuentran en los núcleos rurales.
Burgos y Valladolid, por ejemplo, que son las provincias más industrializadas, han ganado población en las dos últimas décadas, lo que refleja un creciente proceso de concentración en torno a las ciudades. Segovia, por su proximidad a Madrid, aunque en menor medida, también se ha beneficiado de este fenómeno. El resultado es que hoy (datos de 2018) el 42,8% de la población vive en las capitales de las nueve provincias castellanoleonesas, mientras que el 57,2% restante lo hace en los 2.239 municipios restantes.
El problema de la despoblación, en todo caso, viene de lejos. Castilla y León ha perdido desde 1960 nada menos que 524.716 habitantes, mientras que España, en ese mismo periodo, ha ganado 16,57 millones de habitantes, lo que refleja la crudeza del invierno demográfico que vive la región.
Un erial demográfico
Las consecuencias directas de este fenómeno son claras. Los núcleos rurales tienden a desaparecer, sobre todo en un territorio tan vasto. Si Castilla y León (94.226 kilómetros cuadrados) fuera un Estado independiente, sería el undécimo país más grande de la Unión Europea, por encima de Hungría o Portugal, y a mucha distancia de naciones tan influyentes como Países Bajos o Bélgica, que históricamente han estado muy bien representados en las instituciones comunitarias. Ahora bien, con una diferencia, con una densidad demográfica de solo 27,2 habitantes por kilómetro cuadrado, que es, precisamente, su debilidad.
Y es que en Castilla y León todo, o casi todo, está condicionado por la población, que afecta a los costes de los servicios públicos y al hecho de que la región no pueda aprovechar los beneficios derivados de las economías de escala. Esto es así porque nada menos que el 89% de los 2.248 municipios tiene menos de 1.000 habitantes.
Este panorama demográfico tan devastador podría llevar a pensar que la región es un erial en términos económicos, pero no es así. La renta per cápita de Castilla y León es la séptima más elevada de España (23.167 euros). Fundamentalmente, por tres razones. La primera, la llegada de fondos europeos, que garantiza un nivel mínimo de rentas para el sector primario, muy dependiente de las transferencias que llegan de Bruselas. La segunda, paradójicamente, tiene que ver con el envejecimiento, ya que las pensiones públicas garantizan un nivel estable de rentas. Y, en tercer lugar, el tirón de algunas áreas industriales, principalmente vinculadas al sector del automóvil, con un papel muy relevante en la economía de Castilla y León. Valladolid y Burgos y, en menor medida, Palencia, tiran del crecimiento.
Esto explica que Castilla y León, frente a lo que pueda parecer, se haya comportado mejor que España en relación a la convergencia con la Unión Europea, e incluso ha ganado posiciones respecto a otras regiones. Al comenzar el siglo, la renta per cápita en paridad de poder de compra, lo que permite hacer comparaciones homogéneas, se situaba en el 88% de la UE, mientras que en 2019 había descendido al 86%. Es decir, un retroceso de dos puntos porcentuales. En el caso de España, por el contrario, la pérdida ha sido más intensa. Ha pasado del 98% al 91%, lo que se explica, como se ha dicho, por la estabilidad de las rentas públicas.
Convergencias y divergencias
Ahora bien, con una sensible divergencia en términos provinciales. Burgos (105%) es la única provincia que supera el 100% del PIB per cápita de la Unión Europea a 27. A continuación se sitúa el resto de provincias: Palencia (97%), Soria y Valladolid (95%), Segovia (79%), León (77%), Salamanca (75%), Ávila (72%) y, por último, Zamora (70%). Es decir, aunque Castilla y León es un solo territorio la realidad es que existen muchas divergencias interprovinciales.
Y esto es así por su estructura productiva. Es verdad que buena parte de la campaña electoral ha girado en torno a las macrogranjas y, en general, al sector primario, pero su impacto en términos económicos es muy limitado. Solo hay que tener en cuenta que la agricultura, la silvicultura y la ganadería representan apenas el 5,6% del valor añadido bruto regional, mientras que los servicios (que se concentran en las ciudades más grandes) suponen nada menos que el 68,4%. La industria representa el 20% (por encima de la media nacional) y el resto es la construcción. Es decir, porcentajes que difícilmente son coherentes con la atención mediática a determinados asuntos e, incluso, a la agenda pública.
Hace más de un siglo Claudio Sánchez-Albornoz, el historiador que más y mejor ha estudiado a Castilla, hablaba de una Castilla que padecía sobre su alma de dos pecados: la «mansedumbre y la insensibilidad […] ha llegado a nosotros agotada por su largo vivir después de haber dado al mundo una civilización poderosa, de haber vivificado con su sangre, con su cultura, con su religión y con su lengua los pueblos americanos; y no es de extrañar que se encuentre agotada, como las matronas fecundas, en su luego parto de naciones». Esa Castilla ya no existe. Hoy hablan sus habitantes.