1956

La conmemoración del año ha sido sin duda alguna el 70 aniversario de la Guerra Civil, dejando incluso de lado el más sugestivo 75 cumpleaños de la proclamación de la Segunda República. Otras efemérides han quedado en la sombra, entre ellas la secuencia de cambios que afectó al movimiento comunista a lo largo de 1956 y que culmina con las movilizaciones anticomunistas de Polonia y de Hungría.

La conmemoración del año ha sido sin duda alguna el 70 aniversario de la Guerra Civil, dejando incluso de lado el más sugestivo 75 cumpleaños de la proclamación de la Segunda República. Otras efemérides han quedado en la sombra, entre ellas una que revistió gran importancia, tanto para la historia mundial como para la española. Nos referimos a la secuencia de cambios que afectó al movimiento comunista a lo largo de 1956, a partir de la lectura del informe Jruschov sobre el estalinismo en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, y que culmina con las movilizaciones anticomunistas de Polonia y de Hungría, cerrada la primera con un reajuste que hizo posible la continuidad del partido al frente de la «democracia popular» y la segunda por la invasión del ejército soviético.

La división del mundo en dos bloques quedaba así consagrada, con unas fronteras en Europa que permanecieron inmutables hasta los derrumbamientos en cadena del bloque socialista en 1989. Lo mismo sucedía con el liderazgo de los dos grandes, según podrá comprobarse cuando en octubre Francia e Inglaterra intenten la aventura neocolonial en torno al canal de Suez. Fue en ese marco, una vez consolidado el franquismo a favor de la guerra fría, cuando la paz de los cementerios y de las cárceles empezó a verse turbada en España, al tener lugar las primeras acciones universitarias que sirven de prólogo a una propuesta original del Partido Comunista: la reconciliación nacional. Empezaba la larga marcha que veinte años más tarde desemboca en la transición democrática.

Visto desde hoy, y a pesar de su timidez calculada, el informe presentado por Jruschov en el XX Congreso supone también el inicio de un proceso de larga duración: la agonía del comunismo. Fue más bien un aplazamiento de sentencia disfrazado de absolución. Los dirigentes soviéticos supieron conjugar la revelación parcial de la barbarie estalinista, presentada como excesos del «culto de la personalidad», con la convalidación de la forma de socialismo acuñada por el propio Stalin. Quedó sin embargo abierto el camino para descubrir los horrores del sistema, centrado en las ejecuciones masivas y en el gulag. Unos meses más tarde, la persistencia en los métodos resultó probada por la invasión militar de Hungría, con la consiguiente represión de masas que alcanzó al propio ex primer ministro comunista Imre Nagy, ejecutado tras abandonar su refugio en la Embajada de Yugoslavia. La «democracia popular» sobrevivía gracias a los carros de combate soviéticos. Dudosa fórmula de emancipación humana.

En la vertiente opuesta, tal y como ocurriera en Francia y en Italia durante la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas jugaron un papel positivo en los movimientos de resistencia antifascista, y en este sentido su contribución a la democracia fue innegable. Tal fue el caso del Partido Comunista de España, que desde 1939, y a pesar de su debilidad, sumó a su condición de chivo expiatorio la de principal fuerza de oposición a la dictadura. A la altura de 1956, los comunistas organizados eran unos centenares. Poca cosa para la estrategia de enfrentamiento abierto por medio de una huelga general que pronto lanzará Santiago Carrillo. Pero de momento lo que cuenta, al lograr tras dura lucha sustituir los «jóvenes» (Carrillo, con Claudín, Semprún, Gallego) a los veteranos de los años 30 al frente del partido, es «el sentido de lo nuevo» que elogia la todavía autoridad máxima del PCE, Dolores Ibarruri. La guerra ha terminado, se perdió sin vuelta de hoja, y a la divisoria entre vencedores y vencidos sustituye la que enfrenta a los demócratas de cualquier origen con el franquismo. Es la política de reconciliación nacional, basada en un solo objetivo: restablecer las libertades democráticas. Los soviéticos no entenderán qué significaba eso de reconciliación nacional, contaba Manuel Azcárate, pero la sociedad española sí acabará entendiéndolo y asumiendo tal exigencia. Lástima que en esa apertura a la democracia el líder del PCE siguiera viendo como protagonista al partido de siempre, el forjado en la era de Stalin. La consecuencia será otra larga agonía, precedida de la autodestrucción del PCE, prolongada IU mediante hasta nuestros días.

Antonio Elorza. El País, 14/10/2006