ARCADI ESPADA-EL MUNDO

Habré escrito ya que una de las grandes mentiras del Proceso fue que hubiera un referéndum. Pero por si acaso. No lo hubo, porque lo evitó la Policía, antes y durante el 1 de octubre. Lo que sí hubo fue gente votando en algunos lugares. Y luego, por supuesto, los números fantasmales que dio a conocer el Gobierno de la Generalidad. Según esos números, votaron 2.286.217 personas. O sea, 19.073 menos que en el referéndum del 9 de noviembre de 2014. El carácter absurdo de estos números se impone por sí mismo a cualquiera que conozca en qué circunstancias logísticas y de orden público se celebraron las votaciones y su contraste con la plácida votación que permitió el Gobierno del Estado en 2014.

El Gobierno de la Generalidad contrató diversos observadores extranjeros para que legitimaran la pureza del proceso electoral. Y lo publicitó con énfasis en los días previos al 1 de octubre, porque formaba parte de su propósito de internacionalización. Pero el trabajo de los observadores dejó de ser relevante para los nacionalistas el mismo 1 de octubre. La razón es simple, y es que no hubo referéndum que pudiera considerarse como tal.

Dos días después del nonato el principal de los equipos de observadores, la International Limited Observation Mission (Ilom), publicó sus primeras conclusiones. De dos tipos: las fácticas y las valorativas. Los observadores aseguraban que el supuesto referéndum «no había cumplido los estándares internacionales». Pero que eso se debió a un «uso de la fuerza que no tiene lugar de ser en las democracias consolidadas». Asimismo constataron que en más de una cuarta parte de las mesas «el proceso de votación fue temporalmente suspendido o el material de votación escondido para evitar su confiscación». En el supuesto referéndum, por último, «la administración electoral trabajó en el anonimato y sin transparencia», por efecto de la disolución de la Sindicatura Electoral de Cataluña, cuyos miembros sufrieron «amenazas y multas» por parte del Estado.

El eco del informe fue entonces débil. Lo llamativo es que siga siéndolo. Ayer declararon en el juicio Felix von Grünberg, un ex diputado socialdemócrata alemán, y la señora Helena Catt, ex directora de la Comisión electoral de Nueva Zelanda. Hay trabajos de ex. Del alemán me interesó algo que tal vez sea costumbre en su país. Cuando Marchena le conminó a que jurara o prometiera, el alemán hizo las dos cosas. Me pareció una manera ejemplar de no desvelar las creencias. Y un gesto de cortesía. Al fin y al cabo se promete o se jura para alguien que puede querer o no poner a dios por testigo: ofrecerle las dos posibilidades es de una civilidad notabilísima.

Tanto el muy socialdemócrata Von Grünberg como Miss Catt podrían ser el sujeto activo del inicio de Turistas del ideal, la novela que Vidal-Folch, Ignacio escribió para ellos: «En cada ciudad encontraba parecida audiencia sentimental, idealista, anhelante de justicia y de redención. El mismo erudito tartamudo, el mismo paranoico de las conspiraciones mediáticas, idéntica maestra». El alemán aseguró que todo se lo pagó de su bolsillo, pero yo no supe entender exactamente quién se lo llenaba. La neozelandesa, por el contrario, dijo que la Generalidad corrió con los gastos de su estancia de un mes en Cataluña y le pagó ocho mil euros de honorarios, que es ideal.

Los interrogatorios fueron largos y algo premiosos, no solo por exigencias de la traducción sucesiva. Sorprendentemente ni acusaciones ni defensas se interesaron por lo que me interesaba a mí. Ni Marchena, siquiera, hizo uso de su potestad in extremis para hacer comparecer a la verdad, porque sí, porque es posible. Y es que a nadie le interesa evidenciar que no hubo referéndum. A las defensas, cuyo único objetivo es desmontar la hipótesis de la violencia, por vergüenza de correbou. Y a las acusaciones, porque semejante posibilidad las lleva peligrosamente al paradigma de lo simbólico y al «jugábamos de farol» de la prófuga Ponsatí, y eso podría acarrear penas simbólicas. Triste sino siempre el de la verdad, incluso en su templo.