MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • El intento de golpe ayudó de forma decisiva a asentar la democracia como un bien valorado colectivamente. Conviene no olvidarlo cuando vuelven los sectarismos

En España la percepción del pasado tiene características peculiares y perversas. No se cierra nunca, siempre está dispuesto a reabrirse según las conveniencias políticas. Además, hay una nítida resistencia a sostener versiones compartidas del pasado, así como a celebrar hitos democráticos: siempre se busca el motivo de fisura. Según avanza el tiempo los sucesos del pasado se alejan cronológicamente, pero en el uso público nuestra historia puede retornar o cambiar su sentido.

El 23-F acabó siendo uno de los momentos fundacionales de nuestra democracia por el triunfo sobre el golpe de Estado y por la movilización popular que siguió, de apoyo ferviente a la democracia. No venía planteando fisuras interpretativas. Ahora sí, entre otras razones porque uno de los partidos del Gobierno cree que la nuestra no es una democracia plena y porque recela de la Transición, uno de cuyos acontecimientos señeros fue la victoria democrática sobre el golpismo militar.

Afortunadamente, se ha decidido que las Cortes celebren el acontecimiento de hace cuarenta años, pero enseguida han saltado las voces podemitas para discrepar de forma indirecta. Aseguran que la presencia de Juan Carlos I -protagonista decisivo de aquellos sucesos- sería indigna y podría aprovecharse para blanquear su figura. ¿Tratan de cambiar el pasado, quieren eliminar el papel del Rey? ¿En adelante la historia tendrá que pasar por el examen inquisitorial de Podemos, que premiará y castigará según sus anteojeras?

Una de las imágenes más nítidas de la Transición es la de los guardias civiles en el Congreso y el militar golpista vociferando. Escenificó las dificultades del asentamiento de la democracia, que no fue una acomodación del franquismo ni un paseo político, contra lo que sugieren hoy los detractores de la Transición. En la memoria, el 23-F quedó como una sacudida de irrealidad y de angustia, por el riesgo de que se desvaneciese la democracia recién llegada. Conviene recordarlo, ahora que se lleva el cuestionamiento del que llaman «régimen del 78» con cierto menosprecio.

No todas las imágenes del 23-F que quedan son literalmente ciertas. Batet, la presidenta del Congreso, asegura que quieren recordar cómo la sociedad española «reaccionó en ese momento» defendiendo la democracia en España. Efectivamente, se explicó después que en el fracaso del golpe de Estado había sido decisiva la reacción popular. No fue así. En la tarde-noche del 23 de febrero predominó la desmovilización, un silencio expectante, a la espera de que el asunto se resolviese y de que se zanjase con la victoria democrática, pero con el convencimiento general de que todo se jugaba en las alturas.

Salvo algunos militantes comunistas que llamaron a reaccionar y que se quedaron solos, la gente oía la radio. La ciudadanía de a pie a la espera, mientras la clase política -no todos los políticos estaban secuestrados en el Congreso- brilló por su ausencia. Había centenares de autoridades en ejercicio y optaron por el mutis, sin que a nadie se le oyera musitar nada sobre la defensa de la democracia.

Luego sí: tras la intervención del Rey y el fin del golpe de Estado llegaron las euforias y la reacción popular. El imaginario se materializó, convertido en una movilización amplísima por la convivencia. Sin ninguna duda, la Transición respondió a la voluntad democrática de la ciudadanía, pero no hubo grandes manifestaciones reclamándola. Lo esencial fue la postura de los dirigentes, que acertaron, pero eso produjo una sensación inicial de alejamiento respecto a la Transición, que se relató como un asunto de élites y no como una construcción colectiva.

El apoyo masivo a la democracia y a los moldes constitucionales se hizo expreso tras el 23-F y durante algún tiempo condicionó la actuación de los políticos, que habían especulado con superficialidad sobre operaciones y componendas gubernamentales raras. La ciudadanía tendía a ver la política como un juego de políticos y éstos estaban gestando una democracia hosca, con la impresión de crisis permanente. Más o menos como sucede ahora. Hace cuarenta años el fracaso del golpe de Estado acabó con todo eso.

En las actuales revisiones críticas de la Transición, constituye un lugar común asegurar que ésta no fue tan pacífica como se aseguraba. Es un truco retórico: naturalmente que tuvo sus sombras y sus rémoras, lo que nadie ha negado en serio. Lo importante es que llevó a una legitimidad democrática con apoyo popular. Lo hizo en un plazo breve y con algunos sobresaltos. La peripecia más delicada fue el 23-F y, a la postre, contribuyó de forma decisiva a asentar la democracia como un bien valorado colectivamente, no un régimen de parte sino compartido, lo que convendría no olvidar ahora que han vuelto los sectarismos.