- El retraso competitivo de Europa sobre EE UU y China se fundamenta en la ausencia de un mercado interior común
Hay dos maneras de juzgar el desarrollo del proyecto europeo de integración y ambos llevan a conclusiones muy diferentes. La primera consiste en mirar hacia atrás y ver el camino recorrido desde que en 1952 se puso en marcha el Tratado de París, que ponía en común el carbón y el acero, dos productos fundamentales en el origen y el deambular de la Segunda Guerra Mundial. Bastan dos elementos para sustentar esa valoración positiva. El primero es que el proyecto surgió pocos años después de que alemanes e italianos se matasen con franceses y británicos. Visto así no hay duda de que el fantasma de la guerra en Europa y entre los países involucrados en el proyecto es una eventualidad que nadie considera. Otra cosa son los rusos, pero ellos no han participado nunca en el proceso de integración y han hecho ‘casi’ todo lo que han podido para torpedearlo.
El segundo elemento es la Unión Monetaria, que nos ha dotado de una moneda común que facilita la vida de las personas, modera los tipos de interés, ahorra costes y trámites en la vida mercantil y ahuyenta riesgos de cambio. Con eso bastaría para calificar el proyecto con nota alta, aunque todavía no hemos conseguido culminarlo, por ejemplo en mutualizar las deudas -tarea muy compleja-, a pesar de que la financiación de los fondos Next Gen suponen un avance en esa dirección.
Pero hay otra forma de ver el proyecto europeo. Y consiste en mirar hacia adelante y ver todo lo que nos falta para hacer realidad los sueños iniciales de Schumann, de Gasperi y Adenauer. De Monnet también si lo desea. Aquí la valoración cambia sustancialmente. Resulta descorazonador que no tengamos un mercado único en muchos apartados, algunos cruciales como la unión bancaria o la energía, pero también en la fiscalidad, en los procesos de certificación y homologación técnicos o en la política exterior, en la que la UE arrastra los pies mientras pierde relevancia internacional a borbotones.
La inexistencia de un mercado único, libre de trabas internas, es un elemento fundamental si queremos incrementar la productividad del sistema y el tamaño de nuestras empresas. Empresas grandes necesitan mercados grandes y mercados parcelados impiden alcanzar tamaños grandes. El retraso competitivo de Europa sobre Estados Unidos y China se fundamenta, en buena medida, en esta ausencia de un mercado interior común europeo.
Es descorazonador que no tengamos un ámbito único en la energía, fiscalidad o en política exterior
Esta tesis es la que defiende el reciente ‘Informe Letta’, elaborado por el exprimer ministro italiano que apuesta por impulsar la integración de los mercados de la energía, las telecomunicaciones y los financieros para poder competir con americanos y chinos. La idea es correcta pero desazona mucho que este debate se celebre en 2024.
Europa dispone de un mercado suficientemente grande, con ciudadanos que disfrutan de rentas elevadas para consumir todo tipo de productos. El problema es que ese mercado grande es la suma de 27 ‘mercaditos’ nacionales que se estorban unos a otros.
El viernes pasado, este periódico informaba de que la media de las empresas vascas había ganado un empleado entre 2010 y la actualidad, pasando de los 5,29 a los 6,23, una cifra récord… pero un avance exasperadamente lento. Si ganamos un empleado de media cada 12 años tardaremos una eternidad en atrapar a nuestros socios europeos y dos eternidades, o tres, en ponernos a la altura de las necesidades competitivas del mundo globalizado de hoy.