JOSÉ IGNACIO PALACIOS ZUASTI-EL DEBATE
  • Entonces, y todavía durante muchos años, a las víctimas las enterraban en silencio, por la puerta de atrás, y parecía que molestaban
7,00 de la mañana del 13 de abril de 1984 –ahora se cumplen 40 años–, Jesús Alcocer, comandante de Infantería retirado y propietario de tres tiendas de alimentación llega, como lo hace asiduamente varios días a la semana, al mercado central de frutas de Pamplona –Mercairuña– y se dirige a un puesto de plátanos, cuando dos etarras, por la espalda, le impactan dos tiros en la cabeza y echan a correr. Al fotógrafo de Diario de Navarra, Jorge Nagore, le pidieron en su periódico que acudiese allí en busca de imágenes. El aviso le llegó cuando ya había pasado bastante tiempo desde el atentado y, además, estaba lejos del lugar, por lo que intuyó que no tenía ninguna posibilidad de obtener una fotografía con cierto valor informativo. Su sorpresa fue grande cuando descubrió que el cadáver aún se encontraba allí, cubierto con un chal de cuadros que justamente ocultaba la cabeza y el torso, que a su alrededor había un poco de serrín, tres o cuatro barquillas y varias pilas de cajas de plátanos, que un hombre cargaba género en su furgoneta, algunas personas conversaban con aire distraído y otra se alejaba por el muelle con una caja de fruta en cada mano. Una mujer que se secaba las lágrimas al fondo de la escena confería al conjunto el único rasgo de verosimilitud. La soledad del cadáver de la víctima de ETA mientras la vida seguía a su alrededor era la mejor imagen de lo que en Pamplona, como en muchos lugares de Navarra, del País Vasco y del resto de España se vivió durante muchas décadas.
Los asesinos, Mercedes Galdós y Juan José Legorburu, huyeron en un coche, que aparcaron en las proximidades del instituto Navarro Villoslada y del colegio público José María Huarte, entre los barrios pamploneses de San Juan y Ermitagaña, y la Policía Nacional lo descubrió a las 7.45 horas. Dos policías, Tomás Palacín y Juan José Visiedo, se acercaron a pie para examinarlo a fondo en una escena que era observada por Mercedes Galdós, responsable del comando Nafarroa, que se había disfrazado de monja para no levantar sospechas. Cuando la terrorista consideró que los policías estaban lo suficientemente cerca del vehículo, accionó el dispositivo que hizo estallar la bomba, que previamente habían colocado en él, provocando una explosión que se escuchó en toda la ciudad, e hizo que los cuerpos mutilados de los dos agentes salieran despedidos completamente irreconocibles, por lo que los miembros de la Cruz Roja tuvieron que emplearse a fondo para reunir sus restos, esparcidos por la acera, en los coches aparcados, en los jardines del instituto y hasta en los cristales de las viviendas próximas.
Aunque ese 13 de abril, viernes de Dolores, fue una de las jornadas más negras de la historia de Pamplona, y de Navarra, el Ayuntamiento de la ciudad, del que yo era concejal de la oposición por Alianza Popular, y que estaba gobernado por los socialistas con el apoyo de Herri Batasuna y, como entonces nos recordaban constantemente en las sesiones plenarias: «Formaban la mayoría natural», no tuvo ninguna reacción, ni del alcalde, ni del Ayuntamiento, que no se reunió en pleno extraordinario; tampoco hubo ninguna concentración, ni se guardó ningún minuto de silencio. Nada. Todavía faltaban muchos años para los lazos negros o azules salieran a relucir. ¡Ay si en ese momento los muertos hubiesen sido unos terroristas de ETA! ¡Qué ayes! ¡Qué imprecaciones! ¡Qué llantos! ¡Qué expresiones de coraje y de rabia habríamos tenido que oír! Pero, como era ETA la que había asesinado, imperó la ley del silencio. Porque entonces, y todavía durante muchos años, a las víctimas las enterraban en silencio, por la puerta de atrás, y parecía que molestaban.
El día anterior, 12 de abril, se había celebrado el primer pleno ordinario de la Corporación de ese mes y el siguiente no estaba previsto hasta el día 27, por lo que la única posibilidad que tenía en mis manos para solicitar al Ayuntamiento que condenara esos terribles asesinatos era en la siguiente Comisión Permanente, a celebrar el día 18, miércoles Santo. Preparé una moción que contenía tres puntos: «1.- Condenar los actos terroristas denunciados y que han sido perpetrados por ETA en las personas de los citados asesinados, Sres. Alcocer, Palacín y Visiedo exigiendo, a la vez, del Gobierno y una vez más, que actúe con todo rigor contra esta banda terrorista. 2.- Manifestar la más enérgica repulsa contra estos vandálicos actos que han ensangrentado a nuestra tierra a costa de un trabajador pamplonés y dos servidores del orden. 3.- Expresar el testimonio de pesar de esta Corporación a los familiares de las víctimas». Después de mi intervención en su defensa, fue puesta a votación y rechazada con el «rodillo» de PSN-PSOE y Herri Batasuna. Días después, la viuda de Alcocer, María Pilar Saz Ronco me escribió una cariñosa carta en la que me agradecía «las palabras en defensa de las virtudes de mi marido».
Hoy, en 2024, ETA ya no asesina, pero sus herederos gobiernan el Ayuntamiento de Pamplona después de que el pasado mes de diciembre presentaran una moción de censura a la alcaldesa de UPN, contando para ello con el imprescindible apoyo de los concejales socialistas. Por lo que, cuarenta años después, «la mayoría natural» de socialistas y batasunos –hoy Bildu– sigue viva.
  • José Ignacio Palacios Zuasti fue senador por Navarra