EL CORREO-GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA
Historiador, Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo
  • El juicio, que facilitó la resurrección operativa de ETA, no sirve a la banda terrorista para legitimar los 850 asesinatos que cometió después
 La vista del sumarísimo 31/69 comenzó el 3 de diciembre de 1970. En el banquillo de los acusados se sentaban dieciséis miembros de ETA. Sobre seis de ellos pendía una condena a muerte; sobre el resto, cientos de años de cárcel. No se trataba de un juicio justo: se celebraba en el marco de una dictadura ilegítima, la defensa no gozó de las mínimas garantías y los testimonios de los imputados habían sido arrancados bajo tortura. No obstante, también había pruebas sólidas contra algunos de ellos.

Desde que puso su primera bomba en octubre de 1959, ETA había perpetrado más de un centenar de atentados, había asesinado a tres personas y había herido a otras veinte. Las víctimas mortales eran el guardia civil José Antonio Pardines, el inspector Melitón Manzanas y el taxista Fermín Monasterio. Aquel historial de violencia quedó eclipsado en Burgos por las declaraciones de los inculpados, encabezados por Mario Onaindia, que aprovecharon la presencia de corresponsales extranjeros para denunciar al régimen, dar a conocer el nacionalismo vasco radical y despertar las simpatías de un amplio sector de la ciudadanía, que los vio como héroes. Ya en democracia, bastantes de los imputados y sus abogados se dedicarían a la política. Los menos, en HB. Los más, en formaciones democráticas. Algunos, como el propio Onaindia, acabaron llevando escolta por la amenaza de ETA.

El proceso de Burgos no solo brindó a dicha organización una gran victoria propagandística, sino que también facilitó su resurrección operativa. Rota en dos, ETA estaba pasando por una de las mayores crisis de su historia. Gracias a la publicidad generada por el consejo de guerra y el secuestro del cónsul de la República Federal de Alemania en San Sebastián, la facción abertzale de ETA, ETA V asamblea, consiguió recuperarse y ganar la batalla por las siglas a su rival obrerista, ETA VI. Adaptándolo a su relato sobre un secular «conflicto» étnico, la banda presentó el sumarísimo 31/69 como un escarmiento contra la nación vasca por parte de su enemigo ancestral: España. Se trataba de una interpretación oportunista y parcial, pero tendría largo recorrido. ETA V se valdría de aquel capital simbólico para cometer nuevos atentados.

El 28 de diciembre se dictó la sentencia. La solicitud de 752 años de prisión se rebajó a 519 años y seis meses. Las penas de muerte aumentaron de seis a nueve, aunque para las mismas seis personas. Onaindia, Xabier Larena y Unai Dorronsoro recibieron una cada uno. Fueron dos en el caso de Eduardo Uriarte (Teo), Jokin Gorostidi y Xabier Izko de la Iglesia, a quien se consideró autor material del asesinato de Manzanas. El resto de los encausados recibieron penas de entre 70 y 12 años de prisión, excepto una, que fue absuelta.

El 30 de diciembre el dictador conmutó las condenas a muerte. Aquel decreto fue contemplado como una victoria por la oposición antifranquista, que había impulsado movilizaciones en toda España y en puntos de otros países. Las protestas deterioraron la imagen internacional del régimen, su relación con la Iglesia, como explica Pedro Ontoso en su obra ‘ETA, yo te absuelvo’, y su estabilidad interna, lo que obligó al Gobierno a declarar un estado de excepción. No obstante, no está claro que fueran el motivo del indulto.

Una parte del franquismo, la más ultra, era partidaria de aplicar mano dura. Sin embargo, otros sectores apostaban por suavizar las penas lo máximo posible. Entre ellos estaba el Ejecutivo, dominado por los tecnócratas y cuyos hombres fuertes eran el vicepresidente Luis Carrero Blanco y el ministro Laureano López Rodó. Su postura favorable a la clemencia no respondía a un súbito compromiso con los derechos humanos, sino que buscaba evitar tensar las relaciones con los gobiernos occidentales a los que el régimen se estaba acercando.

Antes de la vista un alto funcionario del Ministerio de Información y Turismo intentó sobornar al vocal ponente, el capitán Antonio Troncoso, para que no se dictasen condenas a muerte. La negativa del militar obligó a esperar a que se emitiera la sentencia. El día 30, al tratar la cuestión ante el dictador, el Consejo de Ministros, con Carrero a la cabeza, se manifestó a favor del indulto. El titular de Justicia leyó una carta de la familia de Izko de la Iglesia, cuyo padre, requeté, había luchado (y resultado herido) en el bando nacional durante la Guerra Civil. No sabemos qué fue lo que convenció a Franco, pero lo cierto es que anuló las seis ejecuciones.

El gesto del dictador no borraba el hecho de que antes había arrebatado miles de vidas. De igual manera, el proceso de Burgos tampoco legitimaba los 850 asesinatos que ETA cometería después.