JUAN RAMÓN RALLO-EL CONFIDENCIAL

  • Quienes dicen que los madrileños saldrían ganando con mayores impuestos presuponen que son seres inmorales cuyas preferencias solo dependen de si van a recibir más del Estado
 Que la descentralización fiscal genera competencia fiscal es algo lógico: si distintas administraciones han de competir por retener o atraer a sus residentes, deberán hacerlo ofreciéndoles el mejor ‘mix’ posible de impuestos/servicios públicos. Que la competencia fiscal sea algo deseable, en cambio, ya es otra cuestión que depende de dónde pongamos la prioridad de las políticas públicas.

Si la prioridad de las políticas públicas es maximizar el poder y los recursos del Estado, entonces la competencia fiscal resultará indeseable. A la postre, la competencia fiscal puede empujar a las administraciones a establecer tipos impositivos inferiores a los que maximizarían su recaudación: de ahí que en ocasiones los propios Estados opten por cartelizarse entre sí para dejar de competir y elevar concertadamente los impuestos. Al igual que hacen los carteles de empresas para elevar los precios de sus productos restringiendo la competencia, los Estados pueden limitar la competencia fiscal para incrementar el tipo impositivo hasta el nivel en que maximicen la recaudación sin presiones competitivas a la baja de otros Estados. Por ejemplo, en estas mismas páginas, Carlos Sánchez nos recordaba este ‘paper’ de Cesifo donde se mostraba que las bajadas de impuestos de la Comunidad de Madrid no conseguían maximizar su recaudación porque lo que perdía por los menores tipos impositivos no lo compensaba con mayores ingresos de los inmigrantes fiscales (si bien, como los propios autores del ensayo ponen de manifiesto, eso también significa que el Gobierno catalán no debería estar llorando tanto por el ‘dumping’ fiscal de Madrid, ya que la Generalitat consigue aumentar la recaudación incrementando los tipos impositivos, esto es, la escasa pérdida de contribuyentes no compensa el alza impositiva). Una armonización de tipos impositivos dentro de España lograría, en consecuencia, aumentar la recaudación de la Comunidad de Madrid.

Ahora bien, si la prioridad de las políticas públicas no es maximizar la recaudación tributaria sino el bienestar de los ciudadanos, entonces deja de ser automáticamente obvio que la competencia fiscal sea necesariamente negativa. Si, por ejemplo, el tipo impositivo que maximiza el bienestar de los ciudadanos es uno mucho más bajo que aquel que tenderían a establecer un conjunto de administraciones cartelizadas (vía armonización fiscal), entonces la competencia fiscal que contribuya a minorar los tipos impositivos será positiva. A este respecto, sabemos que tipos impositivos más altos desincentivan el aumento de la oferta de factores productivos y, por tanto, el crecimiento económico: menos trabajo, menos capital y menos innovación se traducen en menor PIB y, por tanto, en menos renta per cápita. De ser así, podría parecer que la recaudación fiscal óptima sería del 0%, puesto que al 0% se maximizaría la oferta de factores productivos y por tanto el crecimiento potencial.

Pero, nuevamente, esta sería una conclusión precipitada: si el mercado experimentase fallos que no permitieran su eficiente coordinación salvo cuando el Estado provee determinados bienes públicos (en un sentido puramente económico: esto es, bienes no excluibles y no rivales en el consumo) o cuando internaliza ciertas externalidades, entonces cierta imposición estatal podría ser necesaria para maximizar el bienestar (tanto para financiar la provisión de los bienes públicos como para internalizar las externalidades).

Sucede que la fiscalidad necesaria para resolver los fallos de mercado más incontrovertidos no sería probablemente una fiscalidad demasiado elevada, y ciertamente sería muy inferior a la que está actualmente en vigor en toda España. A menos, claro está, que consideremos que una más igualitaria distribución de la renta (la “cohesión social” de la que nos hablaba Carlos Sánchez) constituye uno de esos bienes públicos que han de ser provistos por el Estado: en tal caso, sí podría ser necesario un muy importante incremento de la presión fiscal.

Sin embargo, nótese que una más igualitaria distribución de la renta solo aumentará el bienestar de los ciudadanos si esos ciudadanos exhiben cierto tipo de valores morales conducentes a preferirla sobre otro tipo de distribuciones de la renta. En este sentido, los ciudadanos podrían poseer una fuerte aversión contra la desigualdad, de modo que prefirieran que los recursos estuvieran más igualitariamente distribuidos aun a costa de, por ejemplo, un menor crecimiento económico futuro. Alternativamente, los ciudadanos también podrían querer maximizar indiscriminadamente el bienestar del conjunto de la población, en cuyo caso habría que efectivamente quitar a los que más tienen para dar a los que menos tienen, aun cuando todo ello implicara pérdidas globales de eficiencia (por ejemplo, bajo este último supuesto, España podría requerir una mayor progresividad fiscal de la que exhibe hoy). Pero seamos conscientes de que los ciudadanos también podrían propugnar otro tipo de valores morales: por ejemplo, un respeto exquisito a la libertad personal y a la propiedad pacíficamente adquirida, rechazando en consecuencia altos grados de redistribución coactiva de la renta; no porque la desigualdad les sea indiferente o porque se opongan a maximizar el bienestar del conjunto de la población, sino porque pueden entender que no todo vale para alcanzar la igualdad (el fin igualitarista no justificaría a sus ojos los medios coactivos empleados) o porque pueden pensar que los recursos deben dirigirse preferentemente a mejorar el bienestar de aquellos que hayan creado esos recursos, y no de cualquier persona sin una conexión originaria con esos recursos.

¿Es realmente cierto que los madrileños desean una mayor redistribución de la renta en lugar de un mayor respeto a la libertad personal?

Así pues, para justificar una mayor presión fiscal dirigida a redistribuir todavía más la renta de lo que ya se está redistribuyendo actualmente en Madrid, hay que presuponer que sus ciudadanos poseen una moralidad o más igualitarista o más utilitarista que la que ya queda reflejada en los presentes niveles redistributivos. En tal caso, una elevación del impuesto sobre el patrimonio o del impuesto sobre sucesiones y donaciones sí podría aumentar el bienestar de los madrileños aun perjudicando el crecimiento económico o aun mermando las libertades de parte de sus ciudadanos (quienes sufrirían una mayor conculcación de sus derechos de propiedad).

Pero ¿es realmente cierto que los madrileños desean una mayor redistribución de la renta (por motivos igualitaristas o utilitaristas) en lugar de un mayor respeto a la libertad personal y a la propiedad privada? Evidentemente, es difícil de saber, sobre todo en un mundo donde cada vez hay más postureo moral y donde la presión social de los pares puede llevar a que se declaren unas preferencias morales diferentes de las que verdaderamente se poseen. Mas sí disponemos de un mecanismo secreto de revelación de preferencias donde ni el postureo moral ni la presión de los pares cuentan: las elecciones. Es verdad que las elecciones son un mecanismo de revelación de preferencias bastante imperfecto, por cuanto estas preferencias se revelan en lotes: verbigracia, una persona puede votar a un partido que se oponga a una mayor redistribución de la renta por razones que nada tienen que ver con esa oposición. Sin embargo, uno de los principales ejes diferenciadores de la política madrileña (sobre todo en los últimos comicios autonómicos) sí ha sido la política fiscal: subir o no subir los impuestos a los ricos para gastar más en sanidad, en educación o en I+D se convirtió en un rasgo diferenciador de las opciones de izquierda y de derecha. Y sistemáticamente, durante los últimos 20 años, los madrileños han votado mayoritariamente a partidos que se oponían a esa mayor fiscalidad, aun cuando algunos de esos partidos han estado rodeados de sonoros casos de corrupción que los volvían aparentemente ‘invotables’.

Como digo, las elecciones son un mecanismo imperfecto de revelación de preferencias morales, pero a falta de evidencia contradictoria mucho más sólida y concluyente, no debería subvertirse un resultado electoral tan incontestable aumentando a los madrileños unos impuestos a los que ellos mismos se han opuesto elección tras elección (aunque sean impuestos que solo vayan a castigar a los ‘madrileños ricos’, porque contra eso se ha votado mayoritariamente). Quienes insisten en que los madrileños saldrían ganando con impuestos más altos contra los ricos parecen presuponer que los madrileños son seres inmorales cuyas preferencias fiscales solo dependen de si van a recibir más o menos dinero del Estado tras la subida impositiva: y tal vez sea así, pero tal vez no lo sea y los impuestos sobre el patrimonio o sobre las herencias les produzcan un fuerte rechazo moral. Quizás es que los madrileños de clase media no quieren recibir más transferencias del Estado si es a cambio de establecer unos niveles tributarios que ellos consideran injustos.

Así que, mientras la mayoría parlamentaria de la Comunidad de Madrid siga rechazando frontalmente las subidas impositivas, habría que ser más prudente a la hora de concluir que los madrileños serían los primeros beneficiados de la armonización fiscal que proponen PSOE y Unidas Podemos: eso solo forma parte del relato propagandístico para justificar que los perdedores de las últimas elecciones autonómicas impongan su programa electoral a unos ciudadanos que lo han rechazado mayoritaria y sistemáticamente durante más de dos décadas.