LIBERTAD DIGITAL 28/10/14
MIKEL BUESA
El tercer aniversario del anuncio por ETA del cese definitivo de sus actividades armadas ha discurrido sin pena ni gloria. Pareciera como si tal asunto careciera de relevancia alguna, como si el terrorismo fuera un mal sueño ya olvidado, como si ya no quedara nada por saldar con respecto a la última organización política que, en España, ha pretendido llegar al poder de manera violenta.
El caso es que, al margen de sus declaraciones, ETA lleva ya cinco años inactiva en España, pues sus últimos asesinatos, perpetrados sobre dos guardias civiles, datan de julio de 2009 y sus acciones postreras, de un mes más tarde. La violencia carece de rastro en el quinquenio más reciente y, en su ausencia, se ha instalado una paz banal, anodina, en la que todo discurre como si nadie -o más bien casi nadie- quisiera acordarse de lo que ocurrió antes ni conocer su verdad. Tenía razón, una razón universal, permanente, Hannah Arendt cuando en el prólogo de su ensayo Responsabilidad y juicio observó:
Nada llega con más rapidez y presteza que el olvido.
Pudo haber quienes desearon celebrar su victoria, la de ETA, con banderas y desfiles, pero hoy, en el mejor de los casos, se desenvuelven en la repetitiva gestión de la política municipal y, en el peor, en la apática rutina carcelaria. Para ellos la desmemoria es el bálsamo necesario que legitimaría el tiempo nuevo y, con ello, un perdón que reclaman camuflado de vista gorda para los crímenes de los que empuñaron las armas.
También están los que buscaron la derrota, la de ETA, y cuando la lograron pasaron a otros asuntos de mayor urgencia, sin preocuparse demasiado por los rescoldos de resentimiento que dejó el pasado. Unos rescoldos que, sin embargo, se avivaron en los pocos que no supieron reconocer esa derrota cuando llegó sin la menor estridencia, sin ninguna declaración rimbombante, como corresponde al agónico devenir de una organización teñida de abandono. Son ellos los que hoy viven en la frustración de los postergados, de los arrinconados por una historia no reconocida, los que reclaman un relato que, sin embargo, no parecen ser capaces de concluir, pues ello requeriría un desapasionamiento del que carecen.
La paz es banal porque la vida sigue como si tal cosa. Desde hace una década, desde que Aznar dejara finiquitada a ETA, y a pesar del aliento que Zapatero logró insuflarle con su negociación, la economía del País Vasco dejó de verse influida negativamente por el terrorismo. Fue entonces cuando quebró la sociología del miedo -tan bien documentada por las encuestas periódicas del Euskobarómetro- y pudo afianzarse el rechazo a ETA y a su violencia, incluso entre quienes habían justificado su pasado. En el País Vasco progresó la anodina normalidad que había faltado durante tantos años y la mayoría de la gente, a la que, como en todas partes, la política le sobra, prefirió vivir su cotidianeidad sin evocar el pasado y sus horrores. Se instaló así la banalidad de una paz en la que no caben los ajustes de cuentas; una paz de vive y deja vivir; la paz tal vez no añorada por algunos, pero finalmente lograda, que no se quiere dejar escapar.
La banalidad de la paz no diluye, sin embargo, en su mediocre realidad toda acción política destinada a cerrar para la historia el largo y doloroso calvario que ha supuesto para nosotros, los españoles, el terrorismo nacionalista. Aún quedan en mi opinión dos flecos relevantes para clausurar ese proceso. El primero se refiere a los presos de ETA que aún se alojan en las cárceles españolas y francesas. En los tres últimos años su número se ha rebajado en un tercio, en parte por la derogación de la Doctrina Parot, pero también, y de manera más importante, por la extinción de las penas. Actualmente los reclusos no llegan a 470 y, seguramente, dos tercios de ellos habrán terminado de cumplir condena durante el próximo quinquenio. Quedará entonces un centenar y medio de etarras encarcelados cuyas condenas de treinta o cuarenta años, por haber sido impuestas después de la última reforma del Código Penal, se consumarán en su integridad.
En alguna ocasión he propuesto que, con la finalidad de desvelar la derrota política de ETA, sería muy interesante para España la adopción, mediante la reforma legal correspondiente, de la doctrina italiana de la disociación con respecto a los presos terroristas que hayan sido condenados por delitos de pertenencia o colaboración pero que no tengan responsabilidad directa en los crímenes de ETA. La disociación implica el irreversible abandono de la organización y, con ello, su vaciamiento, una condición ésta para dejarla limitada a un pequeño núcleo de irreductibles con escasa o nula conexión con la sociedad. El Gobierno debiera tener en cuenta que las oportunidades para una política de este tipo se extienden sobre un horizonte temporal muy limitado.
El segundo de los flecos a los que antes aludía se desenvuelve en el terreno simbólico y se refiere a la llamada cuestión del relato; es decir, a la narrativa que muestre ante la sociedad la configuración histórica del proceso que condujo a la existencia de ETA y de su actividad terrorista. Entre algunas víctimas vascas de ETA hay preocupación por que se imponga un discurso en el que se exonere de responsabilidad a los que practicaron el terrorismo y se les acabe considerando, en el mejor de los casos, como un mal necesario. A este respecto, tengo que señalar que, en mi opinión, la política que se está siguiendo desde el Ministerio del Interior, en ocasiones arbitrada por medio de la Fundación Víctimas del Terrorismo, es muy desacertada. Su ejemplo más acabado es el de la construcción, en la vieja sede del Banco de España en Vitoria, de un memorial cuyos objetivos son manifiestamente difusos y cuyo coste previsto es del orden de seis millones de euros.
Desde mi punto de vista, una obra así es completamente superflua, toda vez que el reconocimiento de la sociedad española hacia las víctimas del terrorismo ya ha sido construido, desde que lo impulsara el presidente Aznar en el final de la década de 1990, sobre tres pilares: uno de carácter material, a través de una multiplicidad de ayudas, indemnizaciones y pensiones cuyo coste anual excede de los sesenta millones de euros; otro de naturaleza simbólica, cuyos principales soportes están en la concesión de condecoraciones y en la celebración anual de una sesión solemne del Congreso de los Diputados en su memoria; y un tercero de naturaleza jurídica, al protegerlas, a través del artículo 578 del Código Penal, de cualquier acto que entrañe su descrédito, menosprecio o humillación.
Por consiguiente, es más que dudoso que la obra que ahora se quiere impulsar añada algo al reconocimiento ya construido de las víctimas de ETA. Entre tanto, su memoria o, si se prefiere, la cuestión del relato acerca de su sufrimiento dista mucho de haberse construido en todo su pormenor. Las deficiencias de nuestro conocimiento sobre las actividades terroristas de ETA abarcan aspectos tan llamativos como los que se refieren al número de personas heridas o damnificadas en atentados, a la evaluación de los daños ocasionados en éstos o incluso a su misma dimensión cuantitativa. Se desconocen también las responsabilidades de alrededor de trescientos asesinatos cometidos por ETA. Y también es extremadamente opaco todo lo referente a la financiación de esta organización y a sus procesos políticos internos. Por ello, más valdría que se arbitraran recursos para que jueces, historiadores, politólogos y economistas académicos emprendieran un programa de investigación con el que se pudiera acabar escribiendo el que, en otra ocasión, denominé «Libro Negro de ETA». Sólo entonces esa cuestión del relato habrá sido resuelta.