Miguel Ángel Rodríguez Arias-El Correo
Director jurídico de Dignidad y Justicia
- Ningún juez, nunca, ha iniciado ninguna investigación sobre los desplazados internos ni ordenado investigación policial alguna
El dramaturgo y premio Nobel de Literatura italiano, Luigi Pirandello, tenía seis personajes en busca de autor. Nosotros, en España, tenemos sesenta mil seres humanos expulsados, por ETA, en busca de juez. Sesenta mil a doscientos mil, en realidad, según los propios datos recogidos por el ‘Informe Retorno’ del Instituto Vasco de Criminología. Desplazados internos, los denomina el derecho internacional con total normalidad, personas que, dice Acnur, no han cruzado las fronteras de sus países para buscar la seguridad a diferencia de los refugiados. Su huida se da dentro de su propio país.
Miles de seres humanos, familias enteras, forzados a huir por su vida durante décadas del País Vasco y de Navarra. Mientras los dirigentes de ETA encaramados a cada una de sus sucesivas cúpulas lanzaban incontables comunicados acerca de cómo los iban a ir «exterminando uno por uno o en grupo», si no se iban para siempre. Los mismos miembros de ‘Zuba’ (comité ejecutivo de ETA) que, durante décadas, han gozado de una total impunidad y sin que ni uno solo de ellos haya respondido penalmente todavía por nada de esto.
Hoy, 11 de febrero, se cumple el 25 aniversario de la histórica declaración de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas reconociendo el estatus jurídico de tales desplazados internos, es decir, «personas o grupos de personas que se han visto forzadas u obligadas a escapar o huir de su hogar o de su lugar de residencia habitual, en particular como resultado o para evitar los efectos de situaciones de violencia generalizada, de violaciones de los derechos humanos (…) y que no han cruzado una frontera estatal internacionalmente reconocida».
Y hoy, como ayer o como mañana, nuestro Estado continúa incumpliendo todas y cada una de las obligaciones internacionales de derechos humanos reconocidas en ese y en los sucesivos instrumentos internacionales que se han seguido adoptando para crear un marco jurídico de protección de todas esas personas. Simplemente como si ni existieran. Que la Comisión de Derechos Humanos proclamase hace hoy 25 años que «todo ser humano tendrá derecho a la protección contra desplazamientos arbitrarios que le alejen de su hogar o de su lugar de residencia habitual», y que garantizar esto y dar plena protección a sus derechos es una «obligación primaria» no rige de ninguna de las maneras al sur de los Pirineos, ese sistema montañoso demasiadas veces no tan solo geográfico.
No ha habido justicia en España para tales víctimas de «graves violaciones de derechos humanos». No importa que también denunciase esta situación el comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa en su misión al País Vasco en 2001, o que haya reconocido la existencia de tales expulsados el propio Ararteko en 2009 o el Defensor del Pueblo de España. Ningún juez español, nunca, ha iniciado ninguna investigación al respecto ni ordenado investigación policial alguna. Ni la Fiscalía ha impulsado nada de oficio.
Ninguna otra conducta delictiva alcanza, de hecho, tal cifra de sujetos pasivos (víctimas) afectados. Sesenta mil a doscientas mil afectados: el mayor crimen jamás perpetrado dentro de nuestras fronteras desde la Constitución. ¿Quién habló de tutela judicial efectiva en España para todos estos perseguidos?
Tampoco ha habido verdad, cuando precisamente en el país de la Unión Europea con mayor número de desplazados internos, España, ni tan siquiera se les reconoce con normalidad ni tan siquiera el nombre como desplazados internos, expulsados forzosos que son. Solo un Parlamento en el país, el de Navarra, dio en marzo de 2015 el pionero paso adelante de recoconocer con normalidad a todos esos navarros injustamente «ausentes» de sus calles y pueblos, y declarar oficalmente este día, el 11 de febrero. Y lo hizo a petición de este letrado que suscribe actuando para la asociación Dignidad y Justicia. Un acto de dignificación y reconicimiento que aún cabe esperar del Parlamento vasco. O del propio Congreso de los Diputados.
Ni ha habido, mucho menos, reparación. Ni respecto las numerosas medidas recogidas por la Comisión de Derechos Humanos en aquel otro 11 de febrero de 1998 que hoy recordamos, ni respecto ninguna de todas las que, posteriormente, siguió desarrollando esta máxima instancia mundial. Como sus ‘Principios sobre la restitución de las viviendas y el patrimonio de los refugiados y las personas desplazadas’, de 28 de junio de 2005. Mucho menos íbamos a promulgar una ley nacional que recogiese todo ello como también instó al Congreso Dignidad y Justicia. Nada tampoco del concepto de ‘derecho a un regreso voluntario digno y seguro’, idea tronal en todo el derecho internacional, o de facilidades para que los hijos de los expulsados pudiesen estudiar en el País Vasco o Navarra si así lo deseasen. Ninguna oficina de información nacional para los desplazados internos por ETA. Ningún mecanismo específico para darles asistencia jurídica gratuita y muchas más cosas. Nada. Nada es nada.
De modo que no. Esto no se agota en el incuestionable derecho al voto en las autonómicas vascas y navarras, y en sus respectivas localidades de origen, según puedan elegir optar ellos, las víctimas, los expulsados, libremente. De hecho todo esto, apenas empieza con ello mismo.
Impensable que nada de todo esto se dejase así, de un modo tan desamparado, y dándole radicalmente la espalda a la totalidad del derecho internacional en la materia, si los afectados fuesen decenas de miles de franceses o de alemanes huídos dentro de sus propios países.
Simplemente, el mundo al revés.
Todo ello es cierto, aunque quizá el problema es que en España no seamos tanto de Pirandello. Quizá es que aquí seamos más de Ramón del Valle-Inclán y de esos ominosos espejos cóncavos del callejón del Gato en los que, en ocasiones por demasiado tiempo, parece acicalarse nuestro derecho patrio. Veinticinco años ya parece demasiado. «¡Cráneo previlegiado!».