Rafael J. Álvarez reproducía ayer en estas páginas un testimonio estremecedor de Antonio Moreno Chica y Álex Moreno Asla, padre y hermano gemelo del niño Fabio Moreno. Ambos resultaron heridos en el atentado que destrozó a Fabio en Erandio el 7 de noviembre de 1991, cuando su padre se disponía a llevar a los niños a una piscina cubierta. Iñaki Arteta lo entrevistó en su documental ‘Trece entre mil’, donde hacía un relato espeluznante del momento en que “fui a sacar a Fabio, lo tuve que coger a trozos, no sabes cómo sujetarlo, porque se te cae por todos los sitios”. Apenas dos meses más tarde, la dirección de la banda enviaba al comando Vizcaya una carta con instrucciones precisas: “Aquí os mando información de coches de txakurras para hacer algunas ekintzas. No hay que escatimar medios, la vida de nuestros luchadores, vale cien veces más que la de un hijo de un txakurra”. Uno de los autores, Javi de Usánsolo fue excarcelado en 2013 y fue recibido en su pueblo con cohetes, aplausos y un pasillo de honor con ikurriñas, antorchas y pancartas en favor de los presos.
Otro 7 de noviembre diez años después, el juez José Mª Lidón Corbi fue acribillado a tiros en su coche cuando salía del garaje de su casa en Guecho para dirigirse a su despacho en la Audiencia Provincial de Vizcaya. ETA reivindicó el asesinato en el diario Gara como una acción dirigida contra el aparato de Justicia español: “los jueces españoles que castigan sin piedad a los combatientes vascos no tienen un espacio de impunidad en Euskal Herria”. El mismo día, 15 de noviembre, el portavoz de Batasuna, Arnaldo Otegi, dijo en Radio Euskadi: “La judicatura española en Euskal Herria no defiende los intereses de los ciudadanos de Euskal Herria”.
También ayer se cumplían 85 años del día en que se cometieron los primeros asesinatos de Paracuellos del Jarama. El delegado de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, Santiago Carrillo, contaba a Juan Cruz en El País su versión de los hechos: los franquistas estaban a 200 metros de la cárcel Modelo, en la que estaban presos más de 2.000 militares sublevados en el Cuartel de la Montaña. Si dichos presos fueran liberados caería Madrid, razón por la que decidió evacuarlos hacia Valencia. Ya en el camino “fuera de mi jurisdicción”, precisa, “alguien sorprendió al convoy y lo atacó; los milicianos antifascistas que los custodiaban no se sintieron con valor para jugarse la vida salvando la de aquellos que al fin y al cabo eran sublevados. Y se produjo esa tragedia…” Algunos inconvenientes lógicos: no hubo 2.000 supervivientes en el Cuartel de la Montaña. Es casualidad notable que los convoyes de presos fueran atacados en siete ocasiones entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre de todas las prisiones madrileñas y todos los ataques se produjeran en el mismo lugar. Las órdenes de excarcelar a los presos estaban todas firmadas por Serrano Poncela, el segundo de Carrillo en la Junta de Defensa. Carrillo y Miaja fueron advertidos de los asesinatos al día siguiente del primero, cuando el delegado internacional de la Cruz Roja George Henny y el encargado de Negocios de Noruega, Félix Schlayer, les dieron cuenta de la primera matanza. Que luego se produjesen seis más sin que la Junta de Defensa se entera se roza lo milagroso. Tanto por lo menos, como el hecho de que las matanzas cesaran cuando el anarquista Melchor Rodríguez, ‘el ángel rojo’, fue repuesto como delegado de Prisiones el 4 de diciembre y dio una orden terminante: A partir de hoy no se excarcelará a ningún preso sin mi autorización expresa. Y no hubo más.
Y la muerte española,
más ácida y aguda que otras muertes,
llenaba los campos hasta entonces honrados por el trigo. (Pablo Neruda, Tercera Residencia)