José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
En las democracias recitativas el objetivo de la clase gobernante es el de durar, permanecer, continuar. En ese paradigma de resistencia se inscriben las políticas reactivas del Gobierno y su presidente
A la España que desde 2011 gobierna el PP, comandado férreamente por Mariano Rajoy, le cuadra a la perfección el concepto de «democracia recitativa» que ha acuñado en su último ensayo el historiador y pensador italiano Emilio Gentile (‘La mentira del pueblo soberano en la democracia’, editorial Alianza). La «recitativa» consiste en esa democracia «en la que el pueblo sigue siendo soberano en la retórica constitucional pero en realidad ha sido desoberanizado». Es también esa democracia en «la que los gobernantes expropian al pueblo de su soberanía en el mismo momento en que proclaman ser sus más genuinos y devotos representantes».
Gentile está lejos de ser un populista. Por el contrario, es un firme partidario de la democracia representativa cuyo deterioro lo mide por la desconfianza hacia la clase dirigente tanto por su corrupción como por la personalización del poder. La «democracia recitativa» es una variable patológica de las «democracias enfermas» en las que surgen fenómenos políticos y sociales que desean —a veces de manera contraproducente y estéril— la recuperación de la autenticidad del principio de que la soberanía reside en el pueblo. Y reclaman que su ejercicio no se limite a la emisión pautada del voto sino a la implantación de una cultura de conexión de los dirigentes políticos con los intereses sociales y su sometimiento a los mandatos éticos como criterio de comportamiento en la gestión pública.
El PP y Rajoy están convirtiendo la democracia en un sistema formal pero no real. Es una afirmación muy comprometida, pero también contrastable
El PP y Rajoy —en tanto que gobiernan— están convirtiendo la democracia en un sistema formal pero no real. Es una afirmación muy comprometida, pero contrastable. Este ejecutivo no solo ha eludido el control parlamentario durante sus diez meses en funciones (2015-2016), sino que ha vetado sin criterio selectivo —y ya con el correctivo del Constitucional— hasta 70 iniciativas de la oposición. Su inmovilidad —por estrategia o por ignorancia— ha gangrenado la crisis catalana hasta convertirla en una cuestión de supervivencia del sistema constitucional y en un asunto interno que ha alcanzado una negativa dimensión internacional para la imagen de España. El PP y el Gobierno no solo no han atajado la corrupción sino que con sus resistencias a depurarla —siempre a la espera de que provocara la putrefacción antes que una actitud proactiva y anticipadora— han incentivado la peores prácticas entre facciones de su organización como se ha puesto de manifiesto en el suicida empeño de sostener en su cargo a Cristina Cifuentes.
Las cuadernas del sistema chirrían. Institucionalmente España está profundamente desajustada. Resulta un fenómeno internacional que una sentencia como la dictada por la Audiencia Provincial de Pamplona haya indignado a una inmensa mayoría de ciudadanos que se han echado a la calle; resulta inexplicable que el responsable de Hacienda desbarate la instrucción de una causa penal en la que el Estado se juega su ser o no ser; causa perplejidad que se haya encumbrado a puestos de máxima responsabilidad a una persona con ya conocidas perturbaciones psicológicas; no es sostenible que en comunidades como Valencia y Madrid, sus responsables deban responder ante los tribunales de graves delitos de corrupción y algunos hayan pasado por la cárcel preventivamente; tampoco es digerible que los Presupuestos Generales del Estado se tramiten gracias a las concesiones exorbitantes a un partido minoritario, en beneficio de una comunidad y en detrimento de todas las demás; inquieta que los pensionistas se revelen con una persistencia que delata su profunda indignación, que las mujeres —aquí más que en cualquier otro país de Europa— se sientan relegadas y que los jóvenes sigan siendo retribuidos en sus trabajos como si estuviéramos en plena crisis mientras los beneficios empresariales se recuperan hasta cotas solo conocidas antes de la recesión, produciéndose un distócico crecimiento sin distribución.
Todos estos hechos «desconsolidan» la democracia en expresión de Emilio Gentile y nos van conduciendo a una suerte de ‘postdemocracia’ que ha pasado del estrés al declive y reclama una regeneración profunda en la que los agentes sociales desaparecidos y antes vertebradores (medios de comunicación y sindicatos, por ejemplo) regresen a posiciones operativas en un régimen de libertades (en España el escándalo de las televisiones y radios públicas, y las estatales en concreto, forma parte de su desmantelamiento institucional favorecido por el Gobierno y el PP que se resisten a profesionalizar esos medios de servicio público).
En las democracias recitativas como es ahora la española, el objetivo esencial de la clase gobernante es el de durar, permanecer, continuar. En ese paradigma de resistencia —incluso contra la dinámica de renovación que es ya clamorosa— es en el que se inscriben las políticas reactivas de Rajoy y del PP que saben que ya no pueden instrumentalizar el «voto cautivo», sencillamente porque el hartazgo por su gestión ha quebrado inhibiciones y diluido miedos. El cambio político —su apartamiento del poder— es necesario para el PP, pero es imprescindible para que la democracia española deje de ser recitativa y vuelva a ser eficiente. Y los españoles, soberanos en un sistema representativo.