Manuel Montero-El Correo

Parece estancada la voluntad de entenderse que llevó a superar la II Guerra Mundial, indispensable para afrontar la debacle económica del coronavirus

Inmersos en la peor crisis producida desde entonces, casi pasan inadvertidos los 75 años del final en Europa de la Segunda Guerra Mundial, que seguiría en el Pacífico. El 8 de mayo de 1945 los aliados occidentales celebraron la victoria, el 9 la Unión Soviética. El 28 de abril se había suicidado Hitler, cuando el Ejército ruso culminaba la ocupación de Berlín. En los estertores del nazismo hubo esperpénticas disputas por sucederle y un grotesco intento de firmar una paz que les reconociese mantener alguna región. Los jerarcas hitlerianos habían perdido el sentido de la realidad.

El final de la guerra abrió el periodo histórico en el que aún seguimos, si bien hoy se están poniendo en cuestión sus pilares. Arrancó el periodo más largo de paz conocido en Europa occidental, salvo la guerra civil griega (1946-1950), y cabría afirmarlo para toda Europa si no fuera por las guerras balcánicas de los años noventa y el actual conflicto de Ucrania.

Fue el momento fundacional de nuestra época, forjada a partir de las dos experiencias bélicas (1914-1918, 1939-1945), las mayores conflagraciones de la historia. En la Segunda Guerra Mundial, una catástrofe humanitaria sin parangón, murieron alrededor de sesenta millones de personas, la mayor parte población civil -un hecho nuevo-, víctimas del Holocausto, las persecuciones y los bombardeos. Europa quedó devastada económica y humanamente, con las infraestructuras e industrias destruidas.

Y estaba el saldo moral. La guerra había propiciado brutalidades que parecían imposibles en sociedades cultas, tenidas por civilizadas: por sí mismo, el progreso material e intelectual no constituye salvaguardia contra la barbarie.

El recuerdo de los momentos en los que se gestó nuestra época va perdiendo consistencia, reducido ya a alguna película ocasional y documentales que hablan de Hitler y los nazis. No suelen ser objeto de reflexión la construcción de las democracias y el nuevo arranque económico a partir de las ruinas europeas de 1945, cuando parecía haber desaparecido toda una civilización.

Como mucho, actualmente se alzan algunas voces para decir que se minusvalora la importancia de la aportación soviética a la victoria aliada. No es una postura bien informada. Se corresponde más bien con el revival del comunismo que se produce en alguna de nuestras sectas, que si cunde acabarán creando un oasis español. No hay tal olvido. Hace tiempo la historiografía superó la interpretación de la guerra que lo cifraba todo en el esfuerzo anglonorteamericano, dejando como telón de fondo al frente oriental. La aportación soviética fue colosal, medida en términos humanos -27 millones de muertos, el mayor sacrificio de la guerra- y militares: el fin de Hitler empezó en Stalingrado y en la batalla de Kursk.

No tiene sentido perderse en estas comparativas, superadas en los análisis. La derrota de Hitler fue posible en 1945 gracias al empuje soviético y al avance aliado tras el desembarco de Normandía. El asentamiento de las democracias en la Europa occidental fue consecuencia de este último, pues en la Europa ocupada por el Ejército rojo se gestaron regímenes de partido único y dominio comunista.

Las bases de las nuevas democracias europeas se pusieron desde 1945 a partir de las brutales experiencias que se habían vivido. Fue determinante el propósito de construir un mundo en el que no pudiera repetirse semejante desastre humano y político. Lo acompañó el repudio sin paliativos del fascismo y del totalitarismo nazi, que no quedaron como modelo para nadie, salvo fanáticos atrabiliarios, marginales hasta la fecha.

De las cenizas de la guerra salió la democracia como modelo para toda Europa, extendida hacia el Este tras la Guerra Fría. También se construyó un nuevo sistema económico, que buscaba un mercado libre en Europa y que atajaba las rivalidades económicas nacionalistas, vistas como raíz de las catástrofes. La colaboración política entre enemigos históricos fue el punto de partida de la construcción europea.

¿Está superado el ciclo histórico que se abrió hace 75 años? Algunos síntomas lo sugieren, como la reaparición de tendencias proteccionistas. También parece estancarse la voluntad de entenderse, indispensable para superar, por ejemplo, las diferencias de criterios sobre la inmigración o sobre cómo llevar a cabo la salida a la brutal caída económica que nos trae el coronavirus.

Pero, sobre todo, está la relativización de la democracia, de pronto zarandeada desde la derecha y desde la izquierda, como si la convivencia fuese una cuestión secundaria, una rémora o una pérdida de tiempo.

Hace 75 años, en mayo de 1945, la quiebra económica y política era profunda, pero dio paso a un periodo largo de prosperidad y convivencia, que no llegó mecánicamente sino a partir de voluntades colectivas.