Santos Juliá-El País
Un solo pueblo, una sola nación, un solo Estado, una sola religión política son la sustancia de todo lenguaje totalitario
Un día de octubre de 1937 comentaba Manuel Azaña en su diario el escrito que un monárquico-falangista desengañado había enviado al secretario de Mussolini para lamentar que a Falange, en el nuevo Estado, no se le hacía caso. Escribe entonces Azaña que cuando se hablaba de fascismo en España su opinión era esta: “Hay o puede haber en España todos los fascistas que se quiera, pero un régimen fascista no lo habrá. Si triunfara un movimiento de fuerza contra la República, recaeríamos en una dictadura militar y eclesiástica de tipo español tradicional […] Sables, casullas, desfiles militares y homenajes a la Virgen del Pilar. Por ese lado, el país no da otra cosa”.
Una dictadura militar y eclesiástica de tipo español tradicional: esa era la sustancia de lo que Franco definió en 1946 como Estado católico, el más perfecto en que se podía pensar. Pero si, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, fascista nadie quiso serlo, o nadie deseaba que por tal se le tuviera, no por eso dejó el fascismo de imprimir su huella en la política española. Como había advertido Ramiro Ledesma en 1935, el éxito del fascismo en España no fue la creación de un partido capaz de conquistar el poder —en eso tenía razón Azaña—, sino la fascistización de la derecha autoritaria y católica —y eso fue lo que subestimó Azaña—. En resumen: pocos fascistas, pero muchos fascistizados.
Pues fascista es aquel que a partir del mito de la nación cautiva o expoliada dirige al pueblo, que conserva todas las virtudes de la raza, la juventud, la energía, el honor, una llamada para salvar a la nación en trance de muerte por medio de la conquista del Estado. En este punto, la contribución de los intelectuales, especialmente historiadores y aficionados a la historia, fue fundamental porque fueron ellos los encargados de inventar para esa nación, que el partido por medio del Estado totalitario regenera o resucita, un pasado glorioso que es preciso arrebatar de manos de la odiosa nación que la había sometido y esclavizado.
Pueblo, nación y Estado conformando una totalidad de sentido es lo que convierte al nacionalismo en una religión política, con sus dogmas y creencias, sus símbolos y ritos. Pero es también lo que dota al fascismo, como organización política del nacionalismo, de un repertorio de acciones colectivas en las que la violencia se constituye en elemento central. La organización de grupos paramilitares y la exaltación de la violencia es lo que identifica tanto al fascismo como movimiento social que se militariza para el asalto a todo el poder como al fascismo en cuanto forma de Estado que adopta políticas de nacionalización destinadas a transformar en un solo pueblo a una sociedad formada por individuos de diversas identidades.
Un solo pueblo, una sola nación, un solo Estado, una sola religión política son la sustancia del lenguaje fascista, de todo lenguaje totalitario en realidad, sea fascista, sea comunista, que en su origen más que de pueblo hablaba de clase y más que de nación hablaba de partido: clase, partido, Estado configuraban la trinidad alternativa a pueblo, nación, Estado. En todo caso, es esa unión mística o metafísica a la que se empuja a los no creyentes o indecisos, si es preciso por medio de la violencia ejercida por grupos paramilitares en la calle, cuando aún no se ha alcanzado el poder de Estado y que rápidamente se convierte en violencia policial desde el Estado cuando se ha conseguido penetrar en él y conquistarlo.
¿Es fascista el lenguaje adoptado por algunos políticos catalanes desde que utilizan un poder de Estado como instrumento de su estrategia secesionista? ¿Lo es el lenguaje de los dirigentes del nuevo partido, Vox, que acaba de incorporarse al Parlamento de Andalucía en parte como reacción al secesionismo catalán? Tarea tienen los politólogos por delante, pero de lo que no cabe duda es de que el recurso a la violencia y su legitimación son en la historia de los nacionalismos un primer paso a las llamadas a la unión sagrada de la patria contra el enemigo común. Los dirigentes de Vox no dudan en presentarse con un lenguaje que Ramiro Ledesma llamaría fascistizado, y no faltan en el secesionismo catalán quienes evocan el fantasma de la muerte como precio de la libertad de la nación: solo queda que se produzca algún enfrentamiento violento entre nacionalistas para que de fascistizado su lenguaje salte directamente a fascista.