El ‘mago’ Sánchez y el president ‘collons’

FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

Hace ahora un mes, tratando de imitar al gran Houdini, el mago Pedro Volta estuvo a punto de perder la vida en el municipio madrileño de Navacerrada. Ejercitaba un embarazoso número de los que fue maestro el célebre escapista de origen húngaro. Por un error de ejecución, el ilusionista gallego no logró librarse de las cadenas que le aprisionaban inmerso en un tanque de agua. Hubo de ser rescatado deprisa y corriendo tras perder el conocimiento. De milagro se libró de que los médicos certificaran su muerte cerebral.

No hay que ser muy imaginativo para establecer paralelismos entre lo acaecido a Pedro Volta y la peripecia de Pedro Sánchez. Atado de pies y manos, el presidente se sumergió en una moción de censura con los independentistas. Confiaba en emerger libre de ataduras y lanzarse a las urnas al acopio de los votos que mendigó para ser el presidente con menos escaños que ningún otro.

Empero, salvo que se zafe a tiempo de esas onerosas enlazaduras, corre el serio riesgo de hipotecar su futuro y el de todo el PSOE, en cuyas filas se ha desatado un «¡sálvese quien pueda!». Al cabo de seis meses como inquilino en La Moncloa, a donde llegó con el compromiso de convocar raudo elecciones, su dilema se cifra en lo siguiente: o se aferra en precario al banco azul con unos socios corrosivos o convoca unos comicios bajo las horcas caudinas de unos votantes que pueden pasarle factura por el endoso de esa gravosa hipoteca al conjunto de los ciudadanos. Demasiado para Sánchez.

Como expresión de la gravedad del momento, basta atender el indisimulado pánico de sus barones tras la debacle de este 2 de diciembre en su principal granero de votos e inmutable feudo los últimos 40 años de autonomía. El desalojo de la administración andaluza, edificada de nueva planta por los socialistas, ha tocado a rebato a quienes sienten el escalofrío de poder ser desalojados como Susana Díaz del Palacio de San Telmo. Quien hace nada era gran comendadora socialista –incluso extramuros de Andalucía– llora ahora su destronamiento como Reina del Sur y lo hace con mayor amargura, si cabe, que Boabdil la pérdida de Granada.

Ahora Díaz pena su arrogancia de tratar primero a Sánchez como si fuera un títere que le debía mantener el asiento caliente hasta que ella tuviera por pertinente aterrizar en Ferraz y luego de no saber rematar la tarea que emprendió cuando el hoy presidente rebasó libérrimamente la línea roja socialista que prohibía atajar La Moncloa pagando peaje al independentismo. Mientras se dilucidaba la moción de censura del comité federal del PSOE contra Sánchez, un prácticamente desconocido entonces Torra se hacía pasar por airado militante socialista entre quienes enarbolaban pancartas contra la defenestración de Sánchez por los barones del PSOE. Nadie colegiría entonces que ambos acabarían de la mano.

A la postre, esa entente contra natura de Sánchez ha desatado una gran ola que se ha tragado cuatro décadas de régimen andaluz y ha arrojado por la borda a quien se arrepentirá de por vida haberse quedado a medias contra quien resultó ser un muerto bien vivo. Cuando Díaz achaca su mengua de escaños al pago del canon soberanista para que Sánchez viva en La Moncloa, éste pensará lo que aquel corregidor al que su alguacil le llegó con la queja de que, por portar un mensaje suyo, le habían partido la cara: «Pues ahí me las den todas». Ningún otro barón quiere ser aquel Perico Sarmiento que recibió el sopapo destinado a su corregidor.

Únicamente, el primer secretario del PSC, Miquel Iceta, le pide que resista y persista en su política y socios. Retoma su vehemente «¡Pedro, mantente fuerte!» con el que, en septiembre de 2016, le instaba a mantenerse firme en su «no» a la investidura de Rajoy. No en vano, con Zapatero y con Sánchez, la política del PSOE ha estado supeditada al PSC.

Esa mediatización del PSOE, mientras los demás hacían de comparsa, se ha revelado letal no ya para el porvenir del partido, sino para la existencia misma de España como nación. Conviene no echar en saco roto que Pascual Maragall, siendo aún aspirante a la Generalitat, ya promovía una soberanía compartida y aspiraba a que la Cataluña del mañana fuera como Lituania o Malta.

Marchaba en dirección contraria a su abuelo, el poeta Joan Maragall, quien prefería «hurgar en lo propio para encontrar lo común». Acuciado por las urgencias del momento, ni aquel PSOE ni este otro han querido ver que pervertían su naturaleza de partido nacional y sembraban la cizaña de la fractura de España. Ahora, por el camino de Maragall, la España de los nacionalismos pone rumbo a la estación término.

En esa encrucijada, el PSOE se desangra a chorros. De sumar nuevos fiascos al norte de Despeñaperros, puede ser declarado en estado de siniestro total. En el periodo que discurre entre el 2-D andaluz y el 21-D catalán, amenaza con abrirse una profunda sima que puede ser la tumba del PSOE. Si la primera vez que unos españoles han tenido la oportunidad de pasar por las urnas a Sánchez, jugando con la ventaja de hacerlo en campo propio, los andaluces lo han reprobado sin remilgos, la celebración del Consejo de Ministros del viernes en Barcelona tampoco pinta en los términos presumidos por Sánchez cuando anunció su desembarco.

Desde luego, no parece que vaya a transitar sobre una alfombra de pétalos de rosas con ínfulas de gran pacificador ni entre los plácemes de sus socios independentistas en justa correspondencia con su amigable cita con Torra junto a la fuente monclovita de Guiomar, último amor de Antonio Machado.

Creyó que, quemando a Rajoy en la pira de la moción de censura, al modo de los juanillos que se calcinan la noche de San Juan en algunos pueblos andaluces, podría reemprender por otro camino, cual príncipe de Lampedusa, la fallida política de apaciguamiento de su antecesor del PP. Pese a estar desacreditada desde el acuerdo de Múnich de 1938 en el que el premier británico Chamberlain «tuvo que elegir entre la guerra y el deshonor; eligió el deshonor y se encontró con la guerra», en palabras de Churchill. Hay que tener un alto concepto de sí mismo y una ignorancia supina sobre la naturaleza intrínseca del nacionalismo para concluir que el desafío independentista era cosa singular de Rajoy y del PP.

Así, en estado de abierta deserción, el independentismo alambra de espinas la llegada del Consejo de Ministros bajo los auspicios de un presidente catalán que ampara la violencia de su guardia de corps. Esos Comités de Defensa de la República (CDR) que suplantan a los Mossos y que actúan al modo de sus congéneres de esas mismas siglas de la dictadura cubana. Torra, quien se considera un CDR más, los agita como fuerza de choque contra el Gobierno del Estado que él representa en Cataluña.

De esta guisa, Sánchez ha de viajar a esta parte de España escoltado por 9.000 policías, al no fiarse de unos mossos que, en número de 27.000, se deben, en última instancia, al ministro del Interior, responsable máximo del orden público en todo el territorio español. No parece, contrariamente al largometraje berlanguiano, que este jueves, cuando Torra reúna a su Govern, en vísperas del Consejo de Ministros, se obre milagro alguno en Barcelona.

Desprovisto de la careta de la revolución de las sonrisas y tornado su pacifismo en abierta promoción de la vía violenta para el acceso a la independencia, al modo de Eslovenia, Torra reencarna al fanático capitán collons, Miquel Badia, quien organizó, en la II República, las milicias fascistas denominadas escamots del Estat Català. Como comisario de Orden Público, llegó a arrestar al fiscal de la Audiencia de Barcelona. Al modo de Torra con Puigdemont, actuó a las órdenes de su consejero y jefe político, Josep Dencàs, quien marchó a Italia para recabar el apoyo de Mussolini para fundar un Estado fascista catalán. A modo de justicia poética, acabarían huyendo por las alcantarillas.

Con los ciudadanos como rehenes, Torra retrotrae a la Barcelona de las barricadas y de las juventudes de Estat Català desfilando uniformadas. Tras años coqueteando con la violencia, el secesionismo la promueve sin recato abocando al enfrentamiento civil. La violencia está enlazada a la mentira del procés. Cuando se arguye que «no se puede hacer una tortilla sin romper un huevo», habría que rescatar lo que el escritor rumano Panait Istrati dicen que le replicó a Stalin cuando visitó la URSS: «Está bien. Veo los huevos rotos. ¿Dónde está su tortilla?».

Frente a los que persisten en considerar a la violencia «partera de la historia», como argüía Marx, no cabe más opción que restaurar el orden constitucional mediante la resuelta aplicación del artículo 155 de la Carta Magna. Contrariamente a lo que piensa el Gobierno del ibuprofeno (Borrell dixit) no es la última media a adoptar, sino precisamente la decisión que hay que efectuar para no llegar a las últimas.

El Estado no puede renunciar al monopolio de la violencia física legítima frente a los desalmados que arrebatan la calle a los ciudadanos. Ese es principal deber de un Pedro Sánchez, con capacidad para ser uno y trino a la vez, como si fuera la mismísima Santísima Trinidad, pues es capaz de defender una cosa y su contraria con igual convicción. Puede desembarazarse de lo dicho con la aparente facilidad con la que el escapista profesional se desata de las cadenas con candado y sin llave que le aprehenden.

La cuestión estriba en saber si está dispuesto a ello o está tan preso que ni Houdini revivido sería capaz de obrar tal portento, si es que no le causa un accidente como al mago Pedro Volta. No es extraño que, sin tiempo para aguardar el desenlace, haya barones que ponen tierra de por medio con respecto a políticas que ya se han cobrado la pieza de la Reina del tablero socialista. No parece que el conjuro de Vox les sirva de mucho, como ha constatado Díaz. Sólo ha originado un efecto llamada.

No se puede amenazar con la llegada de los bárbaros cuando estos ya se enseñorean de España y dictan sus designios al inquilino de La Moncloa. Alientan un proceso golpista en marcha al que Sánchez le ha dado cuerda creyendo que haría de ese tigre un dócil animal de compañía. Un fatuo error de apreciación fue mismamente el que trajo la inesperada muerte de un puñetazo del mago Houdini. Aquel triste final no hizo honor a su genio e inteligencia.