SORAYA RODRÍGUEZ-EL MUNDO
La autora tiene estos días la impresión de lo ya vivido en el PSOE, pues se construyen relatos paralelos a la realidad más destinados a futuros manuales de resistencia que a la negociación seria de un Gobierno estable.
Existen, dice, divergencias profundas sobre políticas de Estado, sobre cómo afrontar la cuestión territorial ante el mayor desafío secesionista que hemos vivido en los últimos 40 años y sobre por qué necesita un vicepresidente del Gobierno que defienda la democracia española, cosa que no haría el secretario general de Unidas Podemos. Sorprendente declaración, más aún si ha tardado cuatro años en entender estas discrepancias profundas y abismales que separan al PSOE de sus socios actuales y de los que aún siguen siendo, a pesar de ello, sus socios preferentes para un futuro Gobierno.
Tras la repetición electoral de junio 2016 esta fue la cuestión capital que casi lleva al país a terceras elecciones y fracturó al Partido Socialista de forma irremediable: la de aquellos que entendimos que tras el resultado electoral no había una mayoría alternativa de gobierno al de Mariano Rajoy, porque con los votos del independentismo secesionista no había nada que hablar ni pactar, y los que defendían un gobierno alternativo de cambio y de progreso, como lo llamaban, liderado por el secretario general Pedro Sánchez.
Sostenía entonces el viejo PSOE que España se hallaba en un momento crucial ante el golpe institucional que el secesionismo catalán estaba preparando contra nuestro Estado de derecho. Que necesitábamos más que nunca construir consensos esenciales con fuerzas políticas constitucionalistas cuya primera lealtad está con la Constitución, con los que compartimos que nuestra nación sólo se sustenta en una identidad cívica, democrática y constitucional y que, respetando la diversidad de nuestro Estado autonómico, no podíamos permitir que ninguna diferencia se convierta en privilegio. Que sólo desde este amplio consenso constitucional por encima de discrepancias políticas podíamos hacer frente con éxito al reto soberanista. Desde la convicción profunda de que con quien no se comparte el modelo de país no se puede compartir políticas de estado.
Frente a este debate de fondo, Sánchez comenzó a elaborar un relato que finalmente se impuso: un relato ganador entre la militancia del PSOE y en buena parte de la izquierda española y que le llevó de nuevo a la secretaría general del PSOE y a la presidencia del Gobierno con una moción de censura.
El no es no a la investidura de Mariano Rajoy fue el lema de este relato. El no a Rajoy se sustentaba en que existía un posible gobierno alternativo que no era posible por las líneas rojas que le había impuesto el aparato del partido.
El no es no era un mensaje polarizador y sectario: o estabas con Pedro o con Rajoy, con el aparato o con las bases. De ahí a que una parte de la militancia nos señalaran como golpistas o traidores a los defensores de la abstención sólo había un paso.
En enero del 2017 un Pedro Sánchez candidato a primarias nos reveló en una entrevista en La Sexta que se había equivocado al no intentar pactar con Pablo Iglesias y que había recibido muchas presiones del IBEX 35 y de los grandes medios de comunicación del país para que no lo hiciera. En la misma cadena, tres años después, nos ha dicho que no está recibiendo ninguna presión para no integrar en su gobierno a Pablo Iglesias y que sólo responde a la presión de sus convicciones.
Yo no dudo que Pedro Sánchez tenga convicciones; todo el mundo las tiene. Pero no sé si son las que le hacían defender, cuando tenía 84 diputados, que la mayoría de la moción de censura era una alternativa viable y de progreso para la gobernabilidad de España o las que hoy le impiden formalizar un gobierno de coalición con Pablo Iglesias desde que ha descubierto que defiende un referéndum en Cataluña y la existencia de presos políticos. Podría pensarse que sus ambiciones son más fuertes que sus convicciones, y que ambas son ciertas dependiendo del contexto.
Pero si son sinceras estas últimas creo que, durante los más de 80 días que han transcurrido desde las elecciones, el candidato a la presidencia podría haber formado una mesa de trabajo con los partidos constitucionalistas. En ella podría haber reconocido su error histórico del no es no y que esa mayoría de la moción de censura que le hizo presidente no sirve para gobernar sino sólo para ocupar el Gobierno. A partir de este reconocimiento, podría haber intentado consensuar una respuesta constitucional al desafío territorial sobre algunos elementos esenciales: que no habrá indultos si hay condenas en el juicio del procés, que cualquier futura reforma constitucional no incluirá el derecho de autodeterminación, que no existe una legitimidad alternativa al principio democrático y que abandona cualquier pretensión de convertir a España en una Estado plurinacional, reconociendo que España no es un Estado de naciones iguales sino una nación de ciudadanos iguales.
Esto hubiera sido el principio de la reconstrucción de un consenso constitucional fuertemente fracturado y deteriorado por la decisión de dar la llave de la gobernabilidad al independentismo. Hubiera servido para comenzar a construir un relato real para una nueva etapa de colaboración desde el consenso y la centralidad, y hubiera exigido sin duda una respuesta de altura de los partidos interpelados.
Sin embargo, durante estos 80 días el candidato Sánchez ha reconocido haber dedicado el 99% del tiempo ha discutir con Pablo Iglesias si este debía estar o no en el Gobierno. Imagino que el 1% restante es el que ha dedicado a pedir a PP y Cs la abstención con el sólido argumento de «o gobierno yo o gobierno yo», y «si no lo permitís seréis los responsables de una repetición electoral».
POR ELLO,a veces durante estos 80 días he tenido la impresión de algo ya vivido: de construcción de nuevos relatos paralelos a la realidad que sirven más para futuros manuales de resistencia con cambios de eslóganes –del no es no al yo es yo– que para una negociación seria y responsable del que, habiendo ganado las elecciones con 123 diputados, ha recibido el encargo de conformar amplios acuerdos no sólo para una investidura sino para garantizar un Gobierno estable.
Parece que el nuevo Pedro Sánchez no quiere un segundo gobierno Frankenstein para los próximos cuatro años, pero eso exige mucho más que hacer tabla rasa y actuar como si nunca hubiera existido el primero. Los que le llevaron a Moncloa hace sólo 13 meses están ahí y exigen su reconocimiento. ERC y EHBildu repiten de nuevo que no serán obstáculo para la investidura, igual que no lo fueron para la moción de censura. No es tan fácil desprenderse de estos votos, que no pedirán nada a cambio para investirle de nuevo presidente pero acabarán pidiéndole todo para dejarle gobernar.
Por ello, espero que ahora lo prioritario no sea inventar un nuevo relato sino –desde un reconocimiento sincero de los errores del pasado– reconstruir consensos constitucionales y avanzar en las reformas necesarias que llevan años paralizadas y que España necesita.
Si no es así, por muy buenos que sean los guionistas y el eslogan elegido creo que lo tendrán muy difícil para convencernos de que un gobierno de coalición con ministros de Unidas Podemos que necesita de los independentistas para conformar mayorías suficientes no es un Frankenstein II por la única razón de que Pablo Iglesias no forma parte del mismo. Es un reto demasiado difícil y posiblemente suceda como en el cuento de Augusto Monterroso: que cuando acaben su relato, abrirán los ojos y Frankenstein seguirá allí.
Soraya Rodríguez es diputada de Ciudadanos en el Parlamento Europeo.