El independentismo catalán se ha trocado en un tigre de papel. Flaquea la unidad. Hay varias hojas de ruta. Los plazos para culminar el ‘procés’ dividen a sus promotores. El tiempo corre en su contra porque, en lugar de avivar la movilización, adormece la energías que alcanzaron el máximo nivel de intensidad en torno al 1-O. A partir de ese momento, y a pesar del encarcelamiento y juicio a los conspiradores, la calle está sin carburante y la maquinaria independentista languidece.
La figura del expresident Carles Puigdemont, huido a Bélgica, se desvanece y el albacea de su herencia política, Quim Torra, no da el nivel. La guerra ha estallado entre los viejos adversarios. Los de ERC nunca habían podido ver a los de Convergencia i Unió (ahora PdeCAT) y viceversa, pero el ideal ‘indepe’ había aparcado las diferencias. Ahora se tiran los trastos a la cabeza porque el uno o el otro pacta con los ‘unionistas’ en la Diputación de Barcelona o el Ayuntamiento, en plena fase de realpolitik y para no perder toda la tarta.
Omnium y Asamblea Nacional de Cataluña, criaturas amamantadas a los pechos del pujolismo, se rebelan contra los partidos. Al extremista Joan Tardá ahora le llaman traidor, pactista y vendido a Madrid. Gabriel Rufián, el agitador oficial de ERC, el Robespierre de la república catalana, se ha convertido en un osito de peluche cuyo deseo más ardiente es que Pedro Sánchez siga en la Moncloa. Emerge una diletante, Elisenda Paluzie Hernández, presidenta de la ANC, anodina profesora de Economía Aplicada, y se convierte en azote de los partidos. Elisenda («qué desagradable la española esa»), cuya mitad familiar es precisamente de origen castellano, se quiere erigir en el contrapoder de los partidos independentistas, a los que acusa de flojear, de no traer ya la república catalana.
La frase que resume el embrollo en el que está enredado el independentismo es la de la presidenta de la ANC: «Nuestra esencia es condicionar la agenda política». Ante la situación de acefalia o pluricefalia (Puigdemont, Junqueras, los Jordis, Torra, Artur Mas), los asamblearios quieren ocupar el hueco de los partidos. Fueron ellos los que crearon los organismos «populares» como instrumentos de captación de un público que no confiaba en los partidos, pero vivía intensamente el catalanismo identitario. Con la coartada de la cultura y el folclore fueron creciendo y se convirtieron en la punta de lanza social del separatismo. Su beligerancia en las calles, con la imposición del color amarillo en el espacio público, los colocó como vanguardia del movimiento.
Mientras los líderes políticos se enzarzan en pugnas partidistas, el mensaje populista de las bases activadas hasta el paroxismo con el señuelo de la república inminente se vuelve contra sus creadores. Ahora no hay quien meta al genio en la lámpara. La criatura populista (ANC, Omnium) amenaza con devorar a su creador. ¿Y Sánchez? Para unos es la vía para salir del túnel y para otros la cara ‘b’ del unionista represor. Ni en eso están de acuerdo.