JOSÉ MANUEL GARCÍA-MARGALLO-EL MUNDO

El autor sostiene que la movilización del electorado de centroderecha pasa por la colaboración entre el Partido Popular y Ciudadanos. La fórmula más ambiciosa sería una coalición de partidos.

SEPTIEMBRE está a la vuelta de la esquina y aún no sabemos si el otoño nos traerá un nuevo gobierno o si seguiremos al itálico modo sin gobierno, sin idea y sin programa. No es hoy exagerado decir que estamos viviendo una comedia de enredo con un protagonista y varios actores de reparto. El actor principal es Pedro Sánchez, un político muy hábil al que, más que las consideraciones morales, le mueven el valor de la voluntad y la intensidad de la pasión de mandar. Cualquiera que se acerque a él haría bien en recordar lo que dijo Chamberlain en relación a la aproximación de Gran Bretaña a Rusia en 1898: «Cuando cenes con el diablo, lleva una cuchara larga».

El segundo personaje en el reparto es Pablo Iglesias que se mueve en un dilema diabólico: no desea unas nuevas elecciones porque sabe que lleva todas las de perder, pero tampoco quiere entregar sus escaños a cambio de nada porque eso convertiría a su partido en vasallo del PSOE y prisionero durante los próximos cuatro años. Y es que los podemitas ven en el mercadeo al que hoy asistimos una maniobra política dirigida a hacerles cargar con la responsabilidad de hacer fracasar las negociaciones y abortar el nacimiento de un gobierno «progresista».

Por último, y no menos importantes en esta función, están los partidos nacionalistas y separatistas de cuya decisión depende la suerte de España. Lo que sí parece es que, si hay investidura gracias a los votos de socialistas y podemitas, tendremos presidente y ministros, pero no tendremos Gobierno y eso es grave cuando son tantos los desafíos que se otean en el horizonte.

La mayoría de los comentaristas apuestan porque al final Sánchez e Iglesias se pondrán de acuerdo, pero no debemos subestimar en la marcha de la política la intervención de los errores, la improvisación o simplemente la falta de sentido de la oportunidad. Además, todavía no sabemos si Pedro Sánchez va de farol, si Pablo Iglesias doblará al final, si Oriol Junqueras seguirá anclado en la abstención en vísperas de la sentencia del procés o si Pablo Casado y Albert Rivera se podrán de acuerdo para concurrir juntos y tener una oportunidad de revertir la situación…

Como los cronistas de la Corte no parecen capaces de adivinar el futuro, he dedicado mis ratos libres a releer algunos clásicos para intentar entender lo que está pasando. El Fouché de Stefan Zweig retrata un personaje al que «los nervios no dominan, los sentidos no seducen y en el que toda su pasión se carga y se descarga tras el muro impenetrable de su frente. Espera pacientemente a que se agote la pasión de los otros o a que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar entonces el golpe inexorable». ¿Les suena de algo? El 1914 de Margaret MacMillan ilustra cómo «las decisiones cruciales que condujeron Europa a la guerra fueron tomadas por un número sorprendentemente pequeño de personas que, con escasísimas excepciones, no sabían dónde conducían a sus países y al mundo». ¿Tampoco les suena? La de los Tristes Destinos, de Pérez Galdós, relata cómo la Unión Liberal de O’Donnell y el Progreso de Sagasta «se dieron la mano y se abrazaron para realizar como un solo partido la salvación de España».

Los libros citados describen épocas de grandes cambios como el que estamos viviendo hoy en España, donde las cosas siempre duran 40 años y cada día parece más evidente que la primera transición terminó en el 2015 cuando, por razones bien conocidas, el bipartidismo de la segunda restauración llegó a su fin y la crisis económica acabó con un largo periodo de estabilidad, progreso y esperanza abriendo un nuevo período plagado de incertidumbres. Y eso por no hablar de las necesidades de España. Cada día parece más urgente reafirmar la idea de España, tapar las vías de agua de nuestro sistema de organización territorial, reformar a fondo todas nuestras administraciones contemplándolas conjuntamente para eliminar duplicidades, corregir ineficiencias y asegurar así la sostenibilidad de nuestro sistema de bienestar. Sin olvidarnos de la modernización de nuestro sistema económico para sobrevivir en un escenario –globalizado y digitalizado– completamente diferente al que hemos vivido.

Nuevos tiempos en los que cambian a gran velocidad las estructuras económicas y sociales que sustentaron el mundo de ayer y en los que, como nos advirtiera el viejo Marx, se exige un aggiornamento de las instituciones políticas y una revolución en el terreno de las ideas. Mucho más cuando estamos ante un nuevo ABC de la política internacional: América, Brexit y China, y en algunos países triunfan líderes políticos que ha conmocionado de raíz la escena internacional. Y cuando en muchos países triunfan líderes políticos que cuestionan el orden liberal que nos dimos al final de la Segunda Guerra Mundial. El mundo está fuera de quicio o, si lo prefieren, «is out of joint».

Los nuevos tiempos exigen nuevas soluciones y la reforma de nuestras leyes y nuestros hábitos exige ahora de la colaboración de los tres grandes partidos: PSOE, PP y Cs. Partidos que en su matriz europea han permitido el consenso y facilitado la elección de Ursula von der Leyen como presidenta de la Comisión Europea, cuando eso parecía tarea imposible. Por aquello que decía Chamberlain, un gobierno de este tipo sólo podría formarse después de haber alcanzado un acuerdo cerrado, con cláusulas muy concretas y por un tiempo limitado. Un gobierno de salvación nacional obligado a convocar elecciones cuando se hubiese completado la segunda transición.

Como segunda opción, deberíamos buscar una fórmula de colaboración entre Partido Popular y Ciudadanos capaz de movilizar al electorado de centroderecha y ganar las elecciones. La fórmula más ambiciosa sería una coalición de partidos y, a la larga, la creación de uno nuevo capaz de representar un papel similar al de la UCD en la primera transición. Un partido unido y firmemente anclado en el centro de la escena política. Muchos de los votantes de Vox, cuya pasión por España admiro, podrán verse atraídos por esta fórmula.

ES EVIDENTE QUE el obstáculo principal para esta operación es la cuestión del liderazgo, punto relevante pero que ahora se me antoja menor porque poco ha de importar la suerte del César cuando lo que está en juego es la suerte del Imperio. No me atrevo a proponer formulas concretas, pero sí a afirmar que soluciones haberlas, haylas. En 1993, por poner un ejemplo, la UDF (centrista) y el RPR (gaullista) concurrieron juntos a las elecciones generales y las ganaron. En 1995, cayó Mitterrand.

Si esta solución tampoco fuera factible, debería explorarse una coalición electoral para el Senado y los distritos electorales en los que nuestro actual sistema electoral penaliza la división del voto. Todo menos favorecer la victoria electoral de una conjunción entre sanchismo, populismo y separatismo.

Casado y Rivera tienen la enorme oportunidad de ofrecer al electorado una opción ganadora. Si no lo hacen, sólo les quedará disputarse el título de jefe de la oposición permitiendo a Sánchez hacer realidad el viejo sueño de Zapatero: una España fragmentada, con los partidos separatistas incrementando su presencia en los territorios históricos y con el PSOE como único partido de ámbito estatal presente en ellos. Lo he dicho muchas veces: se impone conducir con luces largas.

José Manuel García-Margallo y Marfil, eurodiputado, ha sido ministro de Asuntos Exteriores.