MANUEL ARIAS MALDONADO-EL MUNDO

NADA hay que objetar al acuerdo de coalición alcanzado por el PSOE y Podemos: es lo que han votado los españoles, que con ello validan la mayoría que salió de la moción de censura. ¿O no? Hemos de presumir ese apoyo en los votantes de Podemos, ya que Pablo Iglesias renovó su oferta de coalición durante la campaña. En cuanto al votante del PSOE, caben algunos matices.

Sánchez justificó la convocatoria de elecciones por la imposibilidad de alcanzar un acuerdo con una formación que podría quitarle el sueño; de ahí hubieron de colegir los votantes que la coalición quedaba descartada. Nada más lejos de la realidad: en 36 horas pasamos del insomnio al abrazo. ¡Y los infelices alemanes se pasan semanas negociando! Pero el candidato socialista no renunció públicamente al apoyo –tan necesario ahora– de los partidos separatistas: su silencio en el debate fue elocuente.

¿Habrían votado los ciudadanos de otra manera de saber que Sánchez estaba dispuesto a pactar con Iglesias? Quizá. Pero su partido tal vez habría compensado esa pérdida reteniendo a algunos de los 750.000 votantes que decidieron castigarle. O sea: no sabemos. Pero justificar un viraje así sobre la base de su desnuda eficacia supone confundir la flexibilidad del mandato representativo con su retorcimiento. O lo que es igual, equivale a dar por buena la idea de que los representantes pueden actuar sin sujetarse a regla alguna, privando a los ciudadanos de cualquier posible orientación política.

Y es que si bien sabemos desde antiguo que la política es un espacio amoral que consagra el triunfo del más despiadado, conocer esa realidad no implica darla por buena. Ni la deliberación pública ni la rendición de cuentas serían posibles sin una evaluación moral del desempeño de los actores políticos. Al menos, eso nos decimos; sobre todo, si pierden los nuestros. Así que acaso el gran mérito de Sánchez –gozosamente ratificado por sus apologistas– sea haber aclarado de una vez por todas que el ciudadano no puede hacerse ilusiones: cualquier político se arroga el supremo derecho a engañarle. O también: su irrenunciable derecho a dejarse engañar.

Esto nos acerca al mundo de Trump: todo vale, menos perder. Así que a los rivales del presidente en funciones no les queda más remedio que tomar nota. ¡Hay que espabilar! Eso sí: que nadie venga luego a reclamar dignidad a la democracia. De eso ya mejor nos vamos olvidando.