José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

El planteamiento de investidura y de legislatura de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias estimula e incentiva al separatismo. Le sube la moral y mejora sus expectativas para los próximos años

Descreo de la sofisticación en política, al menos en la española. Se atribuyó a Pedro Sánchez concesiones bajo mano a los independentistas para que triunfase la moción de censura contra Mariano Rajoy (1 de junio de 2018) alcanzando así él, y de forma inédita, la presidencia del Gobierno. El secretario general del PSOE, sin embargo, no necesitó ofrecer otra contraprestación que la de descabalgar al presidente del Partido Popular de la jefatura del Ejecutivo. La contrapartida era suficientemente suculenta como para no requerir más compensaciones porque, además, dejaba al albur de sus socios de ocasión la estabilidad del propio Sánchez, como quedó demostrado al tumbarle su proyecto presupuestario, de modo que seguimos bajo el que elaboró y aprobó el último Gobierno del PP.

Lo que ahora está intentado el secretario general del PSOE es algo por completo diferente. Pretende una investidura y el sostenimiento temporal de una razonable legislatura en la que el precio de la colaboración de sus eventuales socios no consiste en la decapitación política de un adversario, sino en retribuciones importantes por el apoyo parlamentario a su nombramiento. De momento, el presidente en funciones ya ha se ha desdicho de todas sus desconfianzas y hostilidades hacia Pablo Iglesias y Unidas Podemos.

El coste de esta rectificación no está del todo claro: una vicepresidencia para el secretario general del Podemos y tres ministerios. Se desconoce el contenido competencial del eventual vicepresidente y de las carteras que se le atribuyen a UP.

Tampoco se sabe si Pedro Sánchez se limitará a proponer al rey el nombramiento de los designados por Iglesias o reivindicará —como enfatizó que haría— sus facultades como presidente del Gobierno. Más aún, el liviano decálogo suscrito el martes en Moncloa incurre en eufemismos y lugares comunes sobre el funcionamiento del Consejo de Ministros y no aclara de forma taxativa cómo se conjura el peligro sobre el que el líder socialista advirtió en julio pasado: el funcionamiento de dos gobiernos en estéreo y simultáneamente.

En el supuesto de que prospere la investidura, Sánchez e Iglesias deberán someterse, sobre todo el líder morado, a una estricta disciplina de solidaridad gubernamental y lealtad a los acuerdos del Consejo de Ministros, un comportamiento alternativo al habitual del zamorano que, tras concordar el proyecto de Presupuestos Generales del Gobierno del PSOE, corrió a la cárcel a negociarlos con Oriol Junqueras (octubre de 2018) con la intermediación de Jaume Asens, un «común» muy próximo a los independentistas y que estos días oficia de mediador con los republicanos para ver el montante de contrapartidas que reclaman para colaborar en la investidura de Sánchez.

Si el precio que exigen los separatistas de ERC cabe en la Constitución se produciría un milagro político. Descubriríamos así una nueva faceta del secretario general del PSOE y habilidades taumatúrgicas en el de Podemos. De momento, ni milagro ni taumaturgia: los republicanos quieren imponer un ritmo pausado al (¿inevitable?) acuerdo. Aragonés ya se ha encargado de listar sus reclamaciones, al tiempo que alienta las «movilizaciones» de los CDR que las perpetran al grito de «independencia o barbarie».

España se encuentra en unas circunstancias históricas, signadas por su peor crisis constitucional, que requieren políticas de Estado transversales y no de parte. Toda solución consistente para Cataluña pasa por el PP de Pablo Casado (89 escaños en el Congreso, más de 5 millones de votos y 84 senadores) para explorar, aun desde la discrepancia, una básica sintonía sobre el tratamiento a la crisis territorial. Los conservadores, con los 10 diputados de Cs y los 52 de Vox suman más de un tercio del Congreso que podría hacer inviable una reforma agravada de la Constitución (artículo 168) si es que el eventual pacto con ERC la previese.

El planteamiento de investidura y legislatura de Sánchez e Iglesias estimula e incentiva al separatismo. Le sube la moral y mejora sus expectativas. Sea al separatismo de EH Bildu, sea el de ERC, JxCAT y la CUP. Respecto del País Vasco, es recomendable atender a la tesis de ese experto en la materia que es el veterano Luis Rodríguez Azpiolea (‘El País’ del pasado 7 de noviembre) que constata «una regresión en la convivencia vasca» por la involución de la izquierda radical abertzale que comanda Arnaldo Otegi. Por su parte, Antonio Muñoz Molina (‘Babelia’ del pasado 2 de noviembre) denuncia que en Cataluña «puedes tenerlo todo», explicando esa afirmación de la siguiente manera:

«El único sitio del mundo donde el edén virtual se ha cumplido, aparte de en los anuncios, es en Cataluña. Solo allí es posible disfrutar al mismo tiempo de una cosa y su contraria… se puede presidir el Gobierno establecido y al mismo tiempo ponerse a la cabeza de la sublevación… se puede participar en una huelga de estudiantes universitarios y al mismo tiempo no perder el curso… solo en la Cataluña de ahora está permitido hacer gala de un pacifismo entre evangélico y ghandhiano y al mismo tiempo celebrar las oportunidades de la ‘visibilización’ que ofrece la violencia vandálica».

El Gobierno de España no debería depender de los que en el País Vasco promueven la regresión de la convivencia, ni de los que en Cataluña se conducen con patente de corso. Solo ofrecerles la posibilidad de que de ellos dependa la gobernación del Estado es de un riesgo extraordinario. Porque su precio —en la lógica de los objetivos últimos de esas fuerzas secesionistas— estaría cobrarse la pieza del propio Estado y de la mismísima España constitucional. Un precio que ERC propone sea cobrado por todo el independentismo y en el que participaría también Bildu, según la propuesta que este viernes efectuaron Gabriel Rufián y Marta Villalta.