Ignacio Camacho-ABC

Iglesias anuncia el alumbramiento de un régimen y una época, una nueva Transición que acabe conel mito de la primera

Con esa facilidad para el eslogan populista que tiene la izquierda -sabedora de que, como decía Borges, el nombre es arquetipo de la cosa-, Pablo Iglesias ha comenzado a hablar de «la década de constitucionalismo democrático», mantra retórico que señala su plan de quedarse en el poder al menos diez años y mandar al mismísimo carajo aquella promesa regeneracionista de la limitación de mandatos: en política las restricciones sólo rigen para el adversario. El vicepresidente se ha tomado lo de la Agenda 2030 en serio y para demostrarlo va por ahí exponiendo un programa de largo alcance estratégico cuya verdadera finalidad es la de divulgar, a base de repetir el concepto, la vocación irreversible de su proyecto. Es decir, la

de instalar en la opinión pública una suerte de pensamiento reflejo que asocie a este Gobierno con la idea de un régimen benéfico, epítome de la modernidad y del progreso y dispuesto a sacrificarse al servicio de la gente durante mucho, mucho tiempo. Un mensaje disuasorio para que la oposición y su electorado se vayan apercibiendo de que lejos del lado correcto de la Historia sólo les espera una árida travesía del desierto.

Esto en lo que hace referencia a la primera parte del sintagma, la de la década. Luego está la del constitucionalismo democrático, que completa la referencia al nacimiento de una nueva época, una segunda o tercera Transición que acabará de una vez con el mito de la primera, limpiará la Constitución de resabios franquistas y otras perniciosas adherencias y alumbrará una soberanía legítima y auténtica. Según este designio, los últimos cuarenta años han sido una estafa, un sucedáneo, una espuria farsa de libertades simuladas, un vistoso trampantojo de apariencia grata diseñado por los herederos de la dictadura para ocultar la ausencia de la genuina democracia: la fetén, la íntegra, la republicana. La que va a implantar la flamante alianza frentepopulista en virtud de su inspiración adánica.

El otro día, cuando presentaba el archivo de su fundación en Sevilla, Felipe González dijo con cierta ironía que la estabilidad de los primeros 35 años del pacto constitucional representa históricamente una anomalía, y que la verdadera normalidad española la ejemplifica el reciente quinquenio de la llamada «nueva política». Pero en este clima de refundación, la palabra de los antiguos líderes socialistas, que ya apenas se reconocen en su propio partido, apenas tiene el valor de una reliquia. Como para negar la evidencia del cambio de régimen que pronostican Aznar y otros gurús de la derecha. No es fatalismo ceniciento: es la voluntad expresa de quienes se creen investidos de una misión redentora que proclaman con iluminación de profetas, de arquitectos de una nueva era. Y como también consideran una antigualla el consenso, no dudarán en imponer su modelo de dominancia de medio país sobre el otro medio.