Cuenta Michael Burleigh que sustituir una vieja moral por una nueva es como cambiar el puente de una línea férrea sin parar el tráfico de trenes. El secreto es ir sustituyendo tornillos, vigas y raíles uno a uno, con paciencia, sin que el pasajero levante la vista del periódico. Luego llega el día en que los ciudadanos, los usuarios del ferrocarril, se dan cuenta de que el viejo puente –la vieja moral- ha sido sustituido por uno nuevo –la nueva-. Para que esto suceda, remata, hacen falta dos cosas: un equipo eficaz de ingenieros sociales y gente distraída.

Los “ferroviarios” de la izquierda han ido cambiando el viejo puente por otro nuevo. Han sustituido los fines, los medios y las palabras para describirlos con el objetivo levantar una situación moral distinta. Primero han ido criticando y poniendo en cuestión todos los principios e instituciones de la Constitución; desde la soberanía nacional, a la legitimidad de las Cortes como representación, el Estado de las Autonomías o la monarquía.

Es la cultura de la muerte a la que es tan adicta la izquierda. Es esa nueva moral en la que el derecho a la vida es una cuestión secundaria

Lo mismo ocurre con los derechos fundamentales. Carcedo, la exministra de Salud, borda la paradoja haciendo una apología de la victoria de la enfermedad, y con los brazos en alto, mirando a la bancada de la malvada oposición, es capaz de espetar sin rubor: “¡Dejen que la muerte se convierta en un derecho!”. Da igual que los centros médicos insistan en que debe invertirse más en investigación y asistencia para que los pacientes accedan a unos buenos cuidados paliativos. Sin inversión en laboratorios y en fármacos nuevos no habrá verdadera libertad de elección para el enfermo. No importa. Es la cultura de la muerte a la que es tan adicta la izquierda. Es esa nueva moral en la que el derecho a la vida es una cuestión secundaria y relativa. Eso no es progreso por muy “progresistas” que se llamen.

Estos ingenieros han dado un paso más que los soviéticos. Los comunistas rusos querían cambiar el alma de la gente, como escribió Eric Voegelin, siendo conscientes de que eran una dictadura. Estos no. Se abrogan la paternidad exclusiva de la democracia y desean dictar moralmente, que no científicamente, todo acerca de la vida humana, su sentido y alcance, su compromiso y misión.

Pero lo han tenido muy fácil porque han construido el nuevo puente con gente distraída. Todavía hoy se puede leer que la Transición comenzó en 1975 con la muerte del dictador y terminó en 1982, cuando ganó el PSOE las elecciones. Y se lee ese tópico irreflexivo en textos de gente de derechas como Carlos Bustelo, ministro con Suárez, quien a continuación dice que “la realidad es que los socialistas aportaron poco a la compleja operación de desmontar la dictadura” (“La hora de España”, 2020, p. 98). ¿En qué quedamos? ¿Son los protagonistas o los comparsas?

La derecha se empeña en regalar al PSOE la consolidación de la democracia, y luego se queja de que se la apropien. Es lógico así que nada de lo que era antes sea hoy. Que la Constitución y la Transición, sus principios y espíritu, parezcan cosas anacrónicas, incluso de mal gusto. El ánimo de un pueblo que sin ira se adaptó a la democracia queda a los ojos actuales como algo de ingenuos. O quizá de gente forzada por las circunstancias, porque hubieran querido, dicen los ingenieros de la izquierda, una ruptura guerracivilista con guillotina en la Puerta del Sol.

Asegura con su gesto agrio que están deseando cavar fosas, desenterrar, quitar placas, cambiar nombres, reutilizar edificios, visitar tumbas de expresidentes, fotografiarse mucho, abrir telediarios…

Son esos mismos izquierdistas que quieren que sintamos vergüenza de la Transición, pero orgullo de la Guerra Civil. No es otro el propósito de la “memoria histórica”. Venerar a las víctimas de una guerra que tuvo lugar hace 80 años, y despreciar a los padres de la Constitución, su tiempo, y a aquel pueblo español que desenchufó la dictadura para conectarse a la democracia. Esto solo puede ser torpeza o maldad.

Únicamente así ha podido comparecer en el Senado la socialista Carmen Calvo, una de tantas vicepresidentas de este Gobierno, a decir que van a profundizar en la memoria histórica. Asegura con su gesto agrio que están deseando cavar fosas, desenterrar, quitar placas, cambiar nombres, reutilizar edificios, visitar tumbas de expresidentes, fotografiarse mucho, abrir telediarios, pasear en helicóptero por los lugares de la batalla del Ebro y poner cara triste.

Pero una nueva moral necesita una verdad, un dogma que deben aprenderse los feligreses para venerar a su beatífico Gobierno. Por eso ha concluido Carmen Calvo leyendo un eslogan chusco: “La democracia ha de mirarse a sí misma con las gafas de la verdad”. Ya éramos un régimen democrático antes incluso de que Calvo llegara a la política, y a pesar suyo. No nos hace falta. El problema es que estos socialistas quieran imponernos sus gafas y su verdad. Será ese el momento en el que inaugurarán ese nuevo puente que nos lleve de la democracia al autoritarismo.