Iñaki Ezkerra-El Correo

Cinco meses del derrumbe que sepultó a Joaquín Beltrán y Alberto Sololuze

Una excavadora de juguete horada la montaña de amianto y detritus tóxicos a la lenta, morosa, parsimoniosa velocidad de las erosiones geológicas. Asciende y desciende despaciosamente por las dunas, desniveles y terraplenes de ese desolador paraje como si tuviera toda la eternidad por delante mientras cae una lluvia fina. De esa cabina móvil de hojalata brota un brazo de cangrejo artrítico y jurásico rematado por un rastrillo infantil de playa. La palita dentada se hinca una y otra vez en el lodazal radiactivo; acaricia los surcos de la arena húmeda; peina los negros terrones humeantes, los desmiga como pedazos que fueran de un inmenso bizcocho; rasca con desgana esa arrasada superficie bajo la que duermen dos muertos de un poema de José Luis Hidalgo: «Por debajo de mí los enterrados,/ como fríos veleros, navegando/ por otro mar sombrío, el de la muerte,/ donde un viento, que es tierra, los empuja…».

Hoy se cumplen cinco meses del derrumbe. El director de Atención de Emergencias del Gobierno vasco dijo el 25 de febrero que las labores de búsqueda de los cadáveres continuaban a «buen ritmo». Hoy, 6 de julio del 2020 d. C., esas palabras nos tranquilizan. El Gobierno vasco ha pensando en todo y lo tiene todo controlado. En el año 8.500 de nuestra Era, Joaquín Beltrán y Alberto Sololuze habrán adoptado la interesante forma de un geosinclinal. Su rostros formarán parte petrificada del paisaje y serán hallados accidentalmente por unos arqueólogos que no sabrán si están ante los vestigios de un tribal rito funerario o de una visita extraterrestre. Mientras tanto, sí, hay que ignorarlos y dejar que la Naturaleza siga haciendo con ellos su melancólico trabajo: prensándolos entre las capas de amianto, amonio y restos orgánicos; estratificándolos con los órdenes telúricos, las bolsas del gas metano, los bifenilos policlorados, los lixiviados cancerígenos, la tierra como «mantequita negra» de las turbas en que se funden los huesos de los ancestros en una oda de Heaney.

Un paisaje lunar, sí. Diríase que esos hombrecillos que rondan la máquina de miniatura embutidos en blancas escafandras fueran a clavar sobre ese solar inhóspito del Duranguesado la bandera de las barras y estrellas como Armstrong y Aldrin en 1969. Que vengan Sabino Arana y los semovientes que avanzan hacia las urnas para votar la impecable gestión de Urkullu. Que vengan y lo vean Greta Thunberg y el niño Elis del poema de Trakl por cuyas sienes «corren gotas de un negro rocío». Les dedico esos versos a Alberto y a Joaquín:»«Oh, cuánto tiempo hace, Elis, que estás muerto./ Tu cuerpo es un jacinto en el que hunde un monje sus dedos céreos./ Nuestro mutismo es una negra caverna».