Barcelona fue la mejor ciudad en la que había vivido jamás hasta que salí de ella para vivir, por primera vez, en otra.
Inmediatamente después de hacerlo, Barcelona se convirtió en la segunda mejor ciudad del mundo en la que había vivido jamás, después de Jerez de la Frontera.
Si sumo al lote las ciudades en las que no he vivido, pero en las que he pasado más de una semana, Barcelona queda también por detrás de Nueva York, Londres, París, Tesalónica, Edimburgo, Oporto, Bangkok, Los Angeles, Albuquerque, Mumbai, Tokyo y Kyoto.
Supera, eso sí, a Orense. Intuyo que también a Alsasua, aunque nunca he estado en Alsasua.
Un amigo de Jerez sostiene una teoría que él llama la del «macho extraño». Según esa teoría, todas las ciudades en las que vive un hombre son percibidas por este como mejores que su ciudad natal. ¿Por qué? Por el efecto «macho extraño».
El efecto «macho extraño» dice que cualquier hombre afincado en una ciudad que no es la suya experimenta un empuje hacia arriba en su atractivo sexual equivalente a la cotidianidad que desaloja. Según esa teoría, un valenciano 6 es percibido por sus posibles parejas sexuales como un 4 en Valencia, como un 8 en Madrid y como un 10 en Estocolmo.
Observen que el efecto «macho extraño» se multiplica a medida que la distancia respecto a la ciudad natal se incrementa. A mayor distancia, mayor atractivo sexual.
La teoría del «macho extraño» dice también que el problema de la natalidad en España se soluciona obligando a todos los hombres españoles a vivir lejos de su ciudad natal. Es decir, obligándoles a vivir lejos de su madre. El efecto «huérfano de madre» sumado al efecto «macho extraño» podría llevarnos a los españoles a superar en población a la India en apenas una generación.
Yo ando ahora felizmente amancebado con la de Cuenca, que además lee mis columnas, así que no puedo confirmarles en primera persona si el efecto «macho extraño» es cierto, dado que algunos periodos de mi vida están ocultos tras una espesa bruma y apenas recuerdo de ellos las misas de 12:00 de los domingos, de las que no me perdía una sola.
Pero sí puedo decirles que la teoría suena, a priori, verosímil.
En realidad, mi Barcelona ni siquiera existe ya. Murió en 1992, con los Juegos Olímpicos. Mi Barcelona era la de Marsé, Azúa, Gil de Biedma, Colita, Peret, Bofill, Herralde, Gimferrer y Goytisolo. También la de La banda trapera del río, Loquillo y los Trogloditas, Mariscal, Nazario, Racionero y Gallardo.
Es un cliché, pero es mi cliché.
Arcadi Espada y su círculo de la droite divine mantienen todavía el estandarte en alto. Pero son sólo una aldea de civilizados romanos resistiendo ahora y siempre al invasor, que son las legiones de astérixs y obélixs con barretina que les insultan por la calle, enardecidos por esa imbebible poción mágica llamada ratafía.
Vayan a saber por qué, identifico esa Barcelona con los cómics. Con Charlie Brown, con Pepe González, con las revistas Cimoc y Zona 84, y con la estética de línea clara de la revista El Cairo.
Pero también con los barrios de la zona alta de Barcelona, los de Pedralbes, Sarrià y Sant Gervasi. Esos donde las chicas siempre han sido más guapas que en el centro de la ciudad. Vázquez Montalbán calificó a esa Barcelona de «reaccionaria, parafascista, maniático-represora e inmovilista» mientras despotricaba de la costumbre de ducharse y ponerse desodorante de las pijas de la gauche divine.
El pobre no se enteró jamás de nada.
[Sólo los barceloneses sabemos con qué finura entendió Marsé Barcelona y cuánto se equivocó Montalbán. Conozco a algún viejo rockero que aún anda buscando a su Teresa, tantos años después, y eso a pesar de saber cómo acaba la historia].
Las olimpiadas acabaron con esa Barcelona burguesa, canalla, fresca, frívola, artística, drogadicta y libre, y la convirtieron en un villorrio con campanario y pretensiones. Una ciudad obsesionada con el disseny, en el mejor de los casos, y con las arrels, en el peor.
En realidad, ni el disseny se parece al diseño ni las arrels se parecen a las raíces. Son sólo sucedáneos agrocarlistas de los que tanto se estilan en la región y cuya relevancia e influencia internacional es siempre mucho menor de la que venden en Cataluña.
Barcelona vivió durante décadas lejos del franquismo, física y moralmente. Pero, llegada la democracia, decidió recuperar el tiempo perdido y arrimarse, física y moralmente, al nacionalismo. Que es el franquismo verdaderamente existente hoy y en el que militan tanto los ganapanes de los partidos independentistas como el PSC y Podemos.
Emblema de esa decadencia es la Villa Olímpica, un barrio de edificios beatos y perfectamente impersonales, avenidas zombi y pisos de precios tan inflados como injustificables, todavía sin alma 30 años después de su construcción. Un páramo residencial de alquitrán y señales de ceda el paso, sin comercios ni vecinos ni sombras, en el que sólo podría querer vivir alguien muerto por dentro, suscrito a La Vanguardia y enamorado en secreto de alguna presentadora tietona de TV3.
Ni cotiza que ese engendro de barrio invivible salió de la cabeza de un socialista.
Ni siquiera el coñazo estetizante y soporífero típicamente socialdemócrata, el de los urbanistas con gafas de pasta roja y los comisarios de exposición de esa decoradora de cojines con loros llamada Frida Kahlo –la buena era Tamara de Lempicka–, habría sido, sin embargo, capaz de finiquitar Barcelona de no ser por la ayuda del nacionalismo.
Juntos, ambos tumores no sólo lograron gripar el motor de Barcelona, sino que sentaron las bases para la aparición de un tercer tumor. El que ha matado definitivamente la ciudad: el populismo de la extrema izquierda podemita.
Hoy, Barcelona es una ciudad cateta, nacionalista y de izquierdas, violenta, resentida, obsesionada con apalear turistas y cuya mayor modernidad consiste en esas ramplonas manifestaciones masivas, de obediencia marcial, en las que los abuelos y los niños exigen privilegios feudales con la linterna del Huawei en alto.
El teatrillo de la ceremonia inaugural de unas olimpiadas, ese corro de la patata para adultos con banderitas, como modelo estético y cultural para una ciudad del siglo XXI. Hay que joderse.
Eso es Barcelona hoy. Una ciudad anclada en 1992, pero con párrocos de lazo amarillo, publicistas de corbata fina y manuchaos hidrófobos al mando.
La cosa, como comprenderá el que sepa leer más allá de la literalidad, me toca las narices porque Barcelona no deja de ser mi ciudad.
Barcelona podría ser, sin lugar a dudas, la segunda mejor ciudad de España después de Madrid, que es la mejor ciudad europea. Podría ser, de hecho, la «mejor segunda ciudad nacional» de Europa, por delante de Hamburgo, Milán, Marsella, Birmingham, Oporto o Cracovia. Pero no creo que sea hoy, siquiera, la séptima o la octava ciudad española.
La echo poco de menos. Sé que pasarán décadas hasta que Barcelona vuelva a recuperar la vitalidad que tuvo durante el franquismo y que conservó en parte durante los años 80.
La gran paradoja es que la mejor Barcelona afloró cuando en la ciudad mandaban los otros. En cuanto llegaron los nuestros, el invento se jodió. Porque los nuestros eran un hatajo de mentecatos puritanos. Azúa los llama ferósticos embarretinados.
En cuanto los ferósticos embarretinados tocaron presupuesto, el problema se convirtió además en irresoluble porque no hay enano nacional-socialista-populista que no se crea un mussolini de carnaval en cuanto le calzan una gorra de plato en la coronilla.
Quizá la solución sea llenar Barcelona de machos extraños y dejar que la selección sexual haga el resto. El día que vea a una catalana de ocho apellidos publicar un libro titulado Darrers vespres amb el Borja sabré que ha llegado la hora de volver a mi ciudad.