Eduardo Uriarte-Editores

No es una referencia de la memoria, pero sí de la historia, mencionar aquí las repetidas revueltas populares que se repitieron tras el fracaso de la Constitución de 1808 hasta la dictadura de Franco. Bastaba que se corriera el rumor de que los frailes hubieran envenenado las fuentes para que la justicia popular de la tea, luego animada por el petróleo, acabara quemando conventos e iglesias. Después llegaba el Ejército y una década, cuando menos, de gobierno autoritario.

El emotivo espontáneismo del pueblo español, tan criticado por Marx, nos llevó en algarada en algarada y de pronunciamiento en pronunciamiento, con diferentes guerras civiles por medio, a una sociedad retrasada y a un Estado débil. Parecía que todo aquel pasado de inspiración para románticos y miseria para los españolitos, a los que una de las dos Españas les acababa rompiendo el corazón, quedaron superados mediante la Transición y su Constitución. Pero hubo quienes defendieron que el pasado pervivía -que no había cambiado nada-, especialmente ETA, porque querían continuar en él, en el enfrentamiento. Argumento recogido por Podemos, y hasta por el PSOE de hoy empeñado con éxito en desenterrar a Franco y con él toda la guerra civil. Volvemos a las dos Españas -más sus periferias-, con la consecuencia de que el Estado que se levantó en el setenta y ocho hoy en día se puede declarar fallido tras dos años del social-populismo. Aunque más exacto sería calificarlo de desfallecido, pues fornido quedó a partir de Felipe González hasta que llegaron los de Frankenstein precedidos por Zapatero.

Bien es cierto que ese Estado surgido del setenta y ocho era un estado compuesto, descentralizado, lo que requería para su estabilidad una lealtad institucional incompatible con el sectarismo que la partitocracia empezó muy pronto a generar. La falta de acuerdo para habilitar las correcciones necesarias nos ha llevado no sólo a un sistema centrífugo en lo territorial sino también en lo ideológico. No hay más que echar un vistazo al Congreso para apreciar desde una extrema izquierda enfrentada a la Constitución, aliada a los independentistas, que además está en el Gobierno, a una extrema derecha constitucional acosada para que deje de ser constitucional. El encubrimiento del disparate destructivo de la coalición de Gobierno consiste en difamar a la oposición – y a todo organismo que defienda su autonomía, como el Poder Judicial- calificándola de extrema derecha, de fascista, e, incluso, nada menos que por Rufián, de golpista.

Hoy la demolición de todo lo erigido para nuestra convivencia tiene su actor fundamental en la izquierda. Enarbola Sánchez la foto de Colón cual una grave acusación de subversión golpista de la extrema derecha cuando el que pacta con golpistas, subversivos y exterroristas es él. Los mismos que tras un largo recorrido de enfrentamiento con la legalidad democrática osan vender un republicanismo tarado desde su origen.

Desde la izquierda, en este momento de fuerte crisis en la Corona por los errores cometidos por el rey emérito, se nos ofrece una tercera república como solución progresista a los problemas que padecemos. Si se hubiera aplicado el mismo criterio de demolición a los partidos que se aplica a la Corona, incluido a Podemos, por todos los actos y delitos de corrupción protagonizados, con mayores argumentos llegaríamos a la conclusión de Franco por la que habría que prohibir todos los partidos. Tal lógica sólo conduce al caos.

Pero yendo a la esencia del cambio de régimen hoy reivindicado es que éste, como en las dos frustradas experiencias anteriores, carece de republicanos y de republicanismo. Ni siquiera existe un brillante grupo de intelectuales, como pasó en la Segunda, Ortega, Marañón, Ayala, etc., que dieran brillo, ilusión y consistencia teórica al proyecto político reivindicado, y del que pronto muchos de ellos se sintieron profundamente decepcionados.

Sospecho que esa república que se nos vende es más bien un blasón antisistema, previa antesala a una nueva dictadura. En el fondo no se trata de traer una república, puesto que sus apologistas carecen de un mínimo poso republicano, sino de destruir un sistema derribando su jefatura, sin más alternativa que la osadía personal de los chicos de la Complu y los requetés de Bildu y Ezquerra.  Si la II República española adoleció de la inexistencia de republicanos, pero tuvo en sus inicios un discurso avalado por la intelectualidad, la que se nos presenta ahora no tiene mayor discurso que cargarse al rey, y con eso no se va más que al caos.

Sinceramente quisiera que se hablara de republicanismo, incluso de la idoneidad de una tercera república, pero ese debate no se va a dar porque no hay republicanismo alguno en el pensamiento de sus adalides, y porque el republicanismo moderno es compañero del liberalismo, aspecto fundamental para que un régimen republicano se sostenga.  Y estos no son tampoco liberales. Insisto, son antisistema, y ese pensamiento solo conduce a la más arbitraria de las dictaduras. Sigamos mirando a Venezuela, porque las repúblicas populistas son dictaduras.