FERNANDO SAVATER-EL PAÍS

  • Como otros que han padecido problemas con la vista desde la más tierna infancia, siento a la vez fascinación y pánico por la ceguera
Como otros que han padecido problemas con la vista desde la más tierna infancia, siento a la vez fascinación y pánico por la ceguera. Paso tiempo sin acordarme de ella y de repente vuelve a hostigarme con cualquier pretexto. Ahora ha sido al recaer en estas deliciosas noches cinéfilas de la pandemia en uno de mis thrillers favoritos, A 23 pasos de Baker Street de Henry Hathaway, con Van Johnson, Vera Miles y el estupendo Cecil Parker como estereotipo de mayordomo inglés. El protagonista, un ciego amargado, recobra el interés vital al emprender una investigación criminal que puede costarle la vida. Inmediatamente recordé otras películas con invidentes, como Sola en la oscuridad de Terence Young, con la exquisita Audrey Hepburn como ciega hostigada por el feroz Alan Arkin. O Profumo di donna de Dino Risi, con Vittorio Gassman husmeando a Agostina Belli… Sin olvidar a Daredevil, el héroe ciego de Marvel hoy en la pantalla que cuando yo leí el cómic se llamaba Dan Defensor. Si tuviera que elegir a mi invidente preferido de ficción sería Max Carrados, el único detective ciego de ese género literario, tan infalible observador como Holmes o Poirot pero más difícil todavía: ¡sin ayuda de la vista! (Los mejores casos de Max Carrados, por Ernest Bramah, ed. Siruela). Después de Poe, Orwell lo consideró el mejor de todos.

La ceguera se presta a la alegoría, como demuestran ad nauseam Sábato y Saramago. Yo creo que no hay peor ciego que el que no quiere ver, por eso Trump no ve su derrota electoral y aquí otros creen que el peligro antidemocrático no está en Otegi y demás satélites gubernamentales sino en la cruel Isabel Ayuso, verdugo de los niños pobres de Madrid que Carmena mimaba. ¡Vaya linces…!