Eduardo Uriarte-Editores
Los orígenes filosóficos de la democracia clásica se los debemos a los presocráticos. Sabios materialistas, humanistas, racionalistas, que supieron crear las bases culturales para superar la organización tribal y formular la polis, es decir, inventar la política. Salto desde el atavismo primitivo a lo conformable mediante la colaboración y la superación de una contradicción hasta entonces insalvable, la fidelidad a la tribu y a la ciudad a la vez, posibilitando el menos malo de los sistemas políticos: la democracia.
Luego, el idealismo, con Platón a su cabeza, puso el sistema democrático en entredicho -con la fábula de las sombras en la caverna en la que Iván Redondo dirigía el juego de luces- tras destacar las corrupciones, abusos de los jerarcas, y la vuelta a la sectaria irracionalidad a la que los malos sofistas la habían conducido. Platón descubrió como solución el rey sabio, excelsa coincidencia la del poder y sabiduría que le elevaba a la divinización, así como la necesidad del autoritarismo, y la minimización del humanismo. Exaltado idealismo, religión y caudillaje dieron a la historia sus más dilatados periodos, más bien eras, de avasallamiento colectivo. No sé si todo esto lo están ustedes ahora viendo.
Una democracia sin límite acaba en tiranía -salvo que se busque un rey sabio civilizado como Draghi en Italia que piense en devolver la política a los políticos cuando estos reflexionen y rechacen la peligrosa tendencia populista a la tiranía, sin negar que su designación sea síntoma del deterioro democrático-. Nuestra actual democracia no requiere de demasiado filósofo para su destrucción, le basta con youtubers, tuiteros y alguna cadena de televisión. La corrupción, y nuestro fenómeno doméstico de la partitocracia, junto a la abundante colección de malos sofistas que hoy nos conducen, la desprestigia desde dentro. El alejamiento de la sociedad de la cosa pública se hace evidente, máxime bajo la perturbación anímica en estos tiempos de crisis.
Pero además de todo eso, el comportamiento de los que nos lideran en España nos conduce al enterramiento de la democracia, porque un Gobierno no puede traspasar ni poner en entredicho el terreno de juego, el marco legal, que hace posible la convivencia democrática sin que ello produzca su voladura. Hablando claro, no hay gobierno democrático mínimamente escrupuloso con el sistema que sea capaz de crear un encuentro intergubernamental (Gobierno-Generalitat) con una región con ínfulas de escindirse en contra de la Constitución que a él mismo le otorga el poder, no sólo el voto de los ciudadanos. Encuentro en el que se incluye, según ERC, la negociación de la autodeterminación y la amnistía.
Si se crea una comisión intergubernamental se le ofrece a la escisión estatus de existente, si se negocia la amnistía se da visos de inexistencia de delito en la sedición juzgada por el Tribunal Supremo, si se negocia el conflicto entre el separatismo y el poder central se da carta de naturaleza institucional a un delito condenado. No sólo el secesionismo es anticonstitucional, el Gobierno de España también prestándose a la negociación de unas cuestiones para las que no está habilitado constitucionalmente, Ni siquiera aprobando por mayoría simple en el Congreso tal encuentro, pues ni éste tiene de esta manera capacidad para avalar tal despropósito político.
La consecuencia de incurrir en este error, y lo hace de forma pertinaz también en otros aspectos legales menos importantes -recordemos “los hijos no son de los padres”, la autodeterminación sexual, la presión contra el Poder Judical, etc.), confirma la tendencia de este Gobierno hacia el autoritarismo. Adiós democracia, y esta vez no han sido los militares. Los nostálgicos izquierdistas que hicieron todo lo posible intentando instaurar la revolución contra la república burguesa, contra la II República hoy hipócritamente añorada por el izquierdismo, vuelven a aquel disparate ahora. Así nos fue y así nos va yendo.
Podríamos pensar que este comportamiento es causado por las circunstancias difíciles de gobernar en minoría, pero me temo que no. La concepción política del presidente Sánchez, consecuencia de un pragmatismo vacuo, tiene más de populismo latinoamericano que de socialdemocracia europea, y en esta práctica de socavamiento de un sistema que considera ajeno, la democracia del 78 (y la España reconciliada del 78), se siente cómodo, en la satisfacción infantil de las gestas históricas pendientes del izquierdismo. No se trata de un encuentro intergubernamental forzado por las circunstancias, sino del acto gratificante de resolver los problemas pendientes del pasado, atribuidos siempre a la derecha, con la misma beatífica alegría con la que ZP impulsó la negociación con ETA hasta traer a Bildu al bloque de gobernabilidad, o asesora y se siente a gusto con el bolivarianismo.